Drogas: de la prohibición a la regulación
La prohibición es el núcleo básico que informa las políticas públicas domésticas, regionales e internacionales en materia de drogas; la “guerra contra las drogas” es el modo extremo en que se expresa el prohibicionismo. El objetivo de la prohibición es lograr la abstinencia frente a determinadas sustancias psicoactivas y así crear una sociedad libre de drogas. Ello implica, en consecuencia, suprimir el cultivo, la producción, el procesamiento, el tráfico, la distribución, la comercialización, la financiación, la venta y el uso de un conjunto específico de sustancias psicoactivas declaradas ilegales. La “guerra contra las drogas” pone de manifiesto una campaña prohibicionista de corte militante que busca suprimir, preferentemente con fuertes medidas represivas, el fenómeno de las drogas en cada uno de sus componentes y fases.
Ahora bien, cabe aclarar tres aspectos centrales acerca de la prohibición. Por una parte, la prohibición de drogas es mundial. Sobresale una versión hard en el caso de los Estados Unidos —así como de China, Rusia y Suecia— y una variedad soft en el caso de algunos países de Europa, lo cual ha derivado en los últimos lustros en una prohibición ad hoc. Dicho modelo prohibicionista ha estado liderado por Washington, no ha sido cuestionado por la Unión Europea, ni impugnado por las potencias emergentes del Sur; ha sido asimilado por América Latina y ha resultado internalizado por la Organización de Naciones Unidas.
La prohibición se ha ido desarrollando a través del régimen global antidrogas. Ese régimen es de larga data, pero adoptó su contorno actual a partir de los años 60 y está basado en la dinámica convencional de la seguridad nacional: un régimen reducido a los estados, intrínsecamente represivo, centrado en el control de la provisión y el tráfico de drogas, impuesto mediante presiones y amenazas, y acompañado de leves concesiones menores.
Por otra parte, la prohibición actual no es “pura”: prevalece un modelo de coerción imperfecto. Más allá de la retórica de cruzada y las acciones de vehemencia contra los narcóticos, el prohibicionismo vigente es “ambiguo” y plagado de dobleces e inconsistencias. Por un lado, se castiga y se persigue selectivamente a determinados protagonistas y con más énfasis a ciertas fases del fenómeno de las drogas. Y, por el otro, se toleran relativamente las prácticas de algunos agentes en determinadas coyunturas y de acuerdo con criterios bastante opacos. En realidad, varias décadas de esta oscilante confrontación irregular han generado más capos del narcotráfico, más señores de la guerra, más gang lords, más magnates del lavado y más delincuentes transnacionales. A ello se agrega una inercia burocrática en la que más funcionarios, nacionales e internacionales, quedan adictos a la prohibición: la “guerra contra las drogas” provee recursos, empleos e influencia para muchos.
Por último, el prohibicionismo actual exige cierta desagregación en términos de niveles de manifestación. En el plano nacional o federal es más usual identificar propuestas oficiales, legislaciones específicas y prácticas gubernamentales orientadas a explicitar y reforzar el talante prohibicionista. En el plano local se observan avances y logros en un sendero menos punitivo. Por ejemplo, iniciativas refrendadas localmente a través del voto han conducido a reformas en el tratamiento (menos encarcelación y más rehabilitación) de los consumidores. Gestiones municipales en ciudades y barrios europeos (especialmente), estadounidenses y latinoamericanos han implementado políticas de reducción de daño; en particular para disminuir la incidencia del SIDA entre los que usan drogas por vía intravenosa. Asimismo, decisiones en el ámbito judicial —por ejemplo, en Europa y América Latina— han mostrado un espíritu crítico frente al prohibicionismo imperante.
Ahora bien, la prohibición, en su expresión nacional, regional y global, ha resultado un fracaso. Todos los indicadores elaborados con rigor, la gran mayoría de análisis independientes realizados sin una mirada dogmática, muchos hallazgos concretos de estudios efectuados en el mundo desarrollado y en los países en vías de desarrollo corroboran la dimensión de una cruzada errada y contraproducente. Ello no es novedoso. Lo nuevo es que existe un ambiente relativamente propicio para un reevaluación prudente de las prácticas antidrogas actuales. La frustración internacional con respecto a la lucha antinarcóticos y otras realidades recientes han abierto una ventana de oportunidad para avanzar en un sendero postprohibicionista. Distintos y dispersos elementos insinúan eso. La crisis financiera y económica global se ha reflejado en una revalorización política del Estado y de su rol regulador: es cada vez más admisible tener un Estado que supervise más e intervenga mejor en un mercado que produce consecuencias devastadoras cuando opera sin control alguno. Así, se proponen más y mejores regulaciones en distintos ámbitos de la economía junto a un fortalecimiento institucional de los gobiernos. Uno de esos ámbitos es el de una mejor fiscalización de la banca offshore y los tax havens internacionales, así como una mayor transparencia en materia de secreto bancario y más control sobre la fuga de capitales.
Paralelamente, algunas experiencias menos punitivas tienden a mostrar éxitos: por ejemplo, algunos países de la Unión Europea han adoptado formas de facto de descriminalización de drogas; Portugal ha aprobado en 2001 una ley que descriminaliza todas las drogas y los resultados parecen promisorios. A su vez, en Estados Unidos, según encuestas de años recientes, más del 40% de la población ha probado marihuana, lo cual expresa cierta naturalización de su uso. Existen ciertas áreas para el cultivo legal de amapola —tal el caso de la India— sin que ello haya implicado un crecimiento de la producción ilícita de opio. En Latinoamérica, líderes políticos y mandatarios de diferentes países vienen reclamando el fin de una “guerra contra las drogas”, que ha tenido graves y negativos efectos para la Región. A nivel continental, el informe sobre las drogas que elaboró la OEA en 2013 alienta la posibilidad de experimentar con políticas alternativas a las más convencionales de cuño prohibicionista. Publicaciones europeas (The Economist), estadounidenses (Foreign Policy, National Review y Time) y latinoamericanas (Nueva Sociedad) han dedicado, en los últimos años, números especiales al tema de la legalización de las drogas. La legalización de la marihuana en los estados de Colorado y Washington en 2012 y la aprobación legislativa a favor de legalizar la marihuana en Uruguay en 2013 se inscriben en una tendencia que apunta, así sea gradual y puntualmente, a propiciar un cambio paradigmático.
En esa dirección, sería clave ponderar el valor de esquemas de regulación. Ello implica, básicamente, pensar y actuar con un horizonte de largo plazo y una perspectiva heterodoxa, así como estar abiertos a proponer y ensayar opciones innovadoras. En ese sentido, contemplar la regulación modulada resulta esencial; esto es, establecer un tipo de regulación específica por droga de acuerdo con los daños que cada una causa. Se trata de desagregar el universo de sustancias psicoactivas ilegales, porque no todas las drogas son idénticas en su naturaleza y efecto, y de diseñar regímenes de regulación especiales. Además, es clave identificar mecanismos regulatorios en toda la cadena productiva, desde la demanda hasta la oferta. Operar solo en un eslabón sin hacerlo en todas las fases crearía una situación disfuncional sólo aprovechable por la criminalidad organizada.
En esencia, una regulación modulada conlleva trasladar el acento de las políticas públicas sobre drogas: de la sustancia a las personas, de la seguridad al desarrollo y de la quimera abstencionista a la realidad humana.