Una agenda para el trabajo del futuro inmediato
¿Nuestro país necesita una reforma laboral para atraer inversiones, volver a crecer y generar empleo nuevamente? La respuesta que desde el actual Gobierno Nacional ofrecerían a esta pregunta sería enfáticamente afirmativa. De hecho, desde su asunción han advertido sobre la necesidad de modificar la legislación laboral (“modernizarla”, según sus propios términos) y de elaborar “convenios colectivos del siglo XXI”.
Ahora bien, ¿cuál es la orientación concreta que tendría la reforma deseada por el actual oficialismo? Seguramente, la forma más precisa de responder al interrogante sea revisar los propios proyectos de ley que presentaron en el Congreso de la Nación entre 2017 y 2019.
La primera de las iniciativas legislativas presentadas (2017) era la más ambiciosa de todas las que han elaborado. En ella se establecía un principio de cooperación y reciprocidad entre empleadores y trabajadores, que desconocía la desigualdad objetiva entre trabajador y empleador (cuya identificación funda el propio derecho laboral); se creaban modalidades de trabajo con menos derechos; se ampliaban las facultades del empleador para modificar unilateralmente las condiciones esenciales de la relación laboral (salario, jornada, categoría, etc.); se debilitaba la protección a trabajadores tercerizados; se reducían las indemnizaciones por despido; y se aprobaba un “blanqueo”, a través del cual se condonaban las multas y deudas a los empleadores que tienen en sus plantillas a trabajadores no registrados (y decidieran regularizar su situación); y se reducían las indemnizaciones que deberían cobrar esos trabajadores por haber sido contratados de manera fraudulenta.
La primera iniciativa legislativa del Gobierno era la más ambiciosa de todas las que han elaborado.
Por el rechazo social suscitado, fundamentalmente luego de la conflictiva aprobación de la reforma previsional, estas propuestas no han sido tratadas aún por el Congreso. Ese primer proyecto ambicioso fue fragmentado en 2018 en tres iniciativas diferentes (que prescindían de varios elementos de la formulación original). Y el único aspecto que parece no haber sido descartado completamente al día de hoy es el del mal llamado “blanqueo”.
En términos generales, todos esos proyectos tenían como claro objetivo reducir los niveles de protección laboral en consideración de que, tal como fue planteado en los fundamentos de uno de ellos, el esquema normativo actualmente vigente “asfixia” y “comprime las virtudes” y potencialidades de trabajadores y empleadores para mejorar la productividad.
Lo cierto es que la naturaleza de esas iniciativas no es del todo original. En la última década, alrededor de cien países han llevado a cabo modificaciones en los marcos normativos del trabajo que apuntan hacia su flexibilización. Sin embargo, un importante número de estudios de evaluación de impacto contradice la tesis que sostiene que una mayor flexibilidad promueve la creación de oportunidades laborales y reduce el desempleo.
Ahora bien, donde sí existe un acuerdo extendido entre quienes analizaron estas reformas es en el hecho de que su implementación incrementa inevitablemente los niveles de desigualdad. Incluso investigadores del propio Fondo Monetario Internacional (FMI) sostuvieron que “una mayor flexibilidad [de las instituciones laborales] puede plantear un desafío a los trabajadores, especialmente a aquellos con bajas calificaciones, y por lo tanto juega un rol importante en la explicación de las desigualdades”.
La implementación de una reforma laboral incrementa inevitablemente los niveles de desigualdad.
En ese escenario, correspondería preguntarse si estas propuestas para modificar la legislación laboral son verdaderamente “modernas”. ¿El siglo XXI está demandando recortar los derechos de los trabajadores? ¿Es este el camino adecuado para volver a generar trabajo de calidad? ¿La única forma de armonizar el cambio tecnológico con la organización del proceso productivo y las relaciones laborales es reduciendo los niveles de protección de los trabajadores?
Creemos que no. No hay ninguna tendencia inexorable hacia el futuro que exija ese tipo de cambios. Por el contrario, consideramos que las transformaciones necesarias para recrear un modelo de desarrollo centrado en el trabajo de calidad necesitan un conjunto de políticas orientadas en el sentido inverso.
Nos referimos, por ejemplo, a la regulación de las nuevas formas de empleo (como las que se desarrollan a través de las plataformas digitales) a partir del reconocimiento de la existencia de relaciones de trabajo entre trabajadores y empresas; a la renovación de los convenios colectivos, pero no para reducir derechos, sino para actualizar temas fundamentales, como la organización del trabajo, las categorías profesionales o la salud y la seguridad en el trabajo; a la implementación de un sistema de formación continua que permita mejorar la competencias y habilidades de las y los trabajadores; a la puesta en práctica de una verdadera estrategia para reducir la segregación de las mujeres en el mercado laboral; o a la ampliación de las funciones de la inspección laboral para reducir el trabajo no registrado.
En definitiva, consideramos que son esos algunos de los elementos que debería incluir una agenda para que el trabajo del futuro sea un canal de realización de las y los trabajadores, y no una fuente de injusticias y frustraciones.