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Cultura - Resultados Concursos 2006

Literatura - Cuento matriculados - 1º Premio (compartido)
La agenda
Por el Dr. López, Ricardo Daniel
El viernes a las ocho de la noche, Rafael murió repentinamente de un ataque al corazón. Mientras atravesaba el estrecho túnel que comunica la vida terrenal con la eternidad, y sentía que su alma se separaba gradualmente de su cuerpo, rememoró lo que había sido el último día de su existencia.

Como en todos los días laborables, había madrugado para ir a su trabajo. Habitualmente compartía el desayuno con su esposa Alicia, pero esa mañana ella había tenido que salir más temprano. Desde que Fabián -el único hijo del matrimonio- se había casado, en la casa vivían solamente ellos dos, por lo que debió desayunar acompañado sólo por una radio que trasmitía las primeras noticias del día. Después de apurar el último trago de café, se puso el saco de su traje gris, tomó las llaves y el teléfono celular, y se dirigió a la salida.

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Rafael no había cumplido aún sesenta años. Desde hacía mucho tiempo, tenía un extraño problema. Debido a un desorden cerebral que arrastraba desde su infancia, que ningún médico logró jamás desentrañar, no podía recordar ninguna secuencia numérica que tuviera más de tres caracteres. Ni siquiera su número de documento o de teléfono tenían lugar en su mente. Tampoco le resultaban fáciles de recordar las fechas o las combinaciones de letras. Durante mucho tiempo, vanos fueron sus esfuerzos para memorizar al menos los datos más relevantes para su vida, hasta que, dándose por vencido, incorporó una pequeña agenda, en la que prolijamente anotaba todos los números que necesitaba habitualmente, y que su memoria se empeñaba en rechazar. Hacía años que había decidido que la llevaría siempre consigo en el bolsillo interior del traje que usaba para trabajar.

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Antes de abrir la puerta de calle, tras consultar la vieja agenda, digitó, en un pequeño teclado ubicado junto a la entrada, la clave de cuatro números que activaría la alarma con la que desde hacía unos días protegía su vivienda. Su vecino de enfrente había sufrido un robo, y aunque vivía en una casa sencilla, sin grandes lujos, consideró que era hora de tomar ciertas prevenciones.

Mientras caminaba las tres cuadras hasta el subte que lo llevaba a su oficina, recordó que debía pedir turno al cardiólogo. Estaba medicado por un problema que había tenido hacía unos meses, y era el momento de hacerse nuevos estudios. Durante el día lo llamaría.


Al descender del subte miró su reloj. Faltaban unos minutos para la hora de entrada al trabajo, por lo que decidió pasar por el cajero automático para retirar algo de dinero. Era la víspera de un fin de semana largo, y se había quedado casi sin efectivo. Llegó al banco, y simultáneamente con su tarjeta magnética, extrajo del bolsillo la consabida agenda, para consultar su clave de acceso. Concluida la operación, caminó los pocos metros que lo separaban de la oficina.

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Rafael trabajaba en el área administrativa de una empresa multinacional, de la que era uno de los empleados más antiguos. Había ingresado poco después de casarse, hacía casi treinta años. Después de pasar por diversos sectores, desde hacía tres años era el encargado de la sección Cuentas Corrientes, donde supervisaba a cinco empleados. Estaba conforme con su puesto; no tenía grandes ambiciones, y al ser un bachiller sin estudios superiores, había llegado más alto de lo que se imaginaba cuando ingresó. Además tenía un motivo adicional para estar contento: compartía su oficina con Tito, su amigo de toda la vida, que había entrado a trabajar a la empresa hacía algunos años por recomendación suya.

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Cuando llegó a su escritorio, Tito acababa de entrar. Luego del saludo habitual, cada uno se abocó a su trabajo. Mientras encendía su computadora, Rafael notó que tenía un mensaje de voz en su teléfono celular. Intrigado, porque no solía recibir llamados a esa hora de la mañana, extrajo su agenda del bolsillo, marcó el número para acceder a la casilla de mensajes, y escuchó la conocida frase: “Por favor, ingrese su código de seguridad seguido de la tecla numeral”. Tras una nueva consulta a su agenda digitó la bendita clave, y escuchó la voz de Alicia que le recordaba que el domingo era el cumpleaños de Fabián, y le pedía que se ocupara de comprarle el regalo. “Al mediodía, cuando salga para almorzar le compro algo”, se dijo.

En el monitor de su computadora lo aguardaba el habitual texto de todos los días, que le pedía el ingreso de su contraseña para poder operar. Distraídamente, mientras se divertía escuchando cómo Tito protestaba porque el gerente le había ordenado rehacer un trabajo, consultó nuevamente su libreta y cumplió la orden de ingresar la clave que surgía de la pantalla. Pero en vez de seguir adelante con la carga del programa, su cibernética amiga se empacó, y le trasmitió el clásico mensaje de todos los fines de mes:
“Su contraseña caducó. Ingrese una nueva contraseña”. Era el momento más odiado por Rafael. La empresa era muy cuidadosa en todo lo vinculado con seguridad informática, por lo que la clave no podía ser cualquiera, sino que debía cumplir algunos requisitos, implantados hacía ya mucho tiempo: obligatoriamente debía tener seis caracteres, contener al menos una letra mayúscula y otra minúscula, y también incluir números. Con la paciencia que le daba la costumbre de hacer todos los meses lo mismo, inventó una nueva secuencia –nunca intentaba asociar la clave con una fecha significativa en su vida, como hace mucha gente, pues de todas formas no podría recordarla- la anotó en su agenda y la ingresó en el teclado. Pero ni bien oprimió “enter”, el temido mensaje apareció: “La contraseña no es válida. Ingrese una nueva contraseña”. Después de controlar varias veces los caracteres que acababa de escribir en la agenda, Rafael se dio por vencido, y se dirigió a Tito:

-    ¿Me estaré volviendo viejo? No me doy cuenta por qué esta maldita máquina me rechaza la clave.


-    ¿No leíste el correo electrónico que mandaron de Sistemas el otro día? Decía que la contraseña a partir de este mes debe tener ocho caracteres.


-    No recuerdo; recibo tantos mensajes que lo debo haber pasado por alto, pero si vos lo decís...¿Estos de Sistemas no tienen otra cosa que hacer que complicarnos la vida?


Tito estaba en lo cierto. Al agregarle dos dígitos más, la clave resultó correcta. Rafael suspiró aliviado.


El resto de la mañana transcurrió sin sobresaltos. Sólo tuvo que recurrir una vez más a su agenda, para poder ingresar a una pantalla del sistema de gestión de clientes reservada para los niveles de supervisión, la que requería una clave especial para entrar. Después de poner al día el análisis de algunas cuentas de clientes que estaban atrasadas, revisar los trabajos de los empleados y reunirse con el gerente, llegó la hora del almuerzo. Cuando estaba a punto de salir, vio en el monitor de su computadora el símbolo que le informaba la recepción de un nuevo mensaje de correo electrónico. Como esperaba la confirmación de una operación del cliente más importante de la firma, volvió sobre sus pasos, extrajo una vez más su agenda del bolsillo, digitó su clave personal de acceso al sistema de correo, y abrió el mensaje. No era lo que aguardaba. El texto que había recibido decía simplemente:
“Memoriza el siguiente número. Te será de mucha utilidad. Es una cuestión de fe.” Y a continuación aparecía una secuencia de nueve números precedidos de la letra R. El mensaje no tenía firma, y la dirección electrónica del remitente era muy extraña, aunque Rafael tenía la rara sensación de haber visto en alguna parte las palabras que la integraban: “Abuna@Shemaya.com.”

“¿Quién habrá sido el gracioso que mandó esto?”, pensó sonriente. Seguramente era alguien que conocía su problema y le quiso hacer una broma, como tantas que se gastaban en la empresa a través del correo electrónico. Lo único que le llamaba la atención era la dirección de la que provenía el mensaje, pero dedujo que los expertos del Departamento de Sistemas podían haber inventado algo para esconder al autor. Ya estaba por borrar el mensaje, cuando una rara sensación, una especie de sexto sentido, le indicó que no lo hiciera. “Total, ¿qué puedo perder? ¿qué le hace una mancha más al tigre?” murmuró mientras tomaba su agenda y agregaba el nuevo número a la extensa lista. Tito lo miraba sin comprender.


A la una de la tarde en punto, salió de la oficina, con la idea de comprar el regalo de cumpleaños de su hijo.

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Fabián se había graduado el año pasado de ingeniero en informática, con diploma de honor. Aunque por esas ironías del destino su hijo había elegido una carrera que no le simpatizaba particularmente, Rafael estaba orgulloso de él. Había logrado un título universitario, cosa que era una asignatura pendiente en su vida, ya que en su juventud había comenzado a estudiar abogacía, pero los costos y la falta de tiempo para dedicarle al estudio lo obligaron a desistir. También le interesaban las lenguas antiguas. Había leído bastante sobre el tema, aunque nunca se había decidido a estudiar algo en profundidad. “Tal vez cuando me jubile...”, pensaba algunas veces.

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Recorrió varios locales sin encontrar nada que le atrajera, hasta que en una vidriera vio una campera que seguramente le iba a encantar a Fabián. Era algo más cara de lo que tenía previsto gastar, pero pensó que su hijo se merecía el sacrificio. Entró resuelto al negocio, solicitó la campera al vendedor y se la probó. Por suerte ambos tenían el mismo talle, y no tenía que andar recordando números de medidas, aspecto que no era precisamente su fuerte. Le quedaba justa, por lo que decidió llevarla. Pagaría con su tarjeta de débito, para aprovechar el beneficio del reintegro de impuestos que tenía esa forma de pago; por lo menos así le saldría algo más barata. No acostumbraba abonar sus compras de esa manera; de hecho era la primera vez que lo hacía. Se dirigió a la caja, entregó su tarjeta, y el empleado lo invitó amablemente a ingresar su clave en el teclado. Una vez más extrajo la agenda del bolsillo del traje, y digitó la secuencia de cuatro números que habilitaba el pago. Pero algo salió mal, porque la maquinita cantó “clave errónea”, y tuvo que repetir el proceso. Y otra vez apareció un error en la clave. Y otra vez más. Hasta que el empleado, perdiendo la paciencia le preguntó:

- Oiga, señor ¿Está seguro que está ingresando la clave correcta?


- ¿No ve que la estoy copiando de mi libreta? ¡No me puedo equivocar cuatro veces seguidas! respondió Rafael igualmente ofuscado.


- Tiene razón. Bueno, probemos de nuevo. A veces la tecnología también falla, dijo el empleado con tono conciliador.


Fue inútil. El aparato se negó una y otra vez a aceptar el código que Rafael insistía en teclear, hasta que finalmente se dio por vencido. Sacó parte del efectivo que había retirado esa mañana del cajero automático, pagó y regresó al trabajo con la campera y su enojo a cuestas.


Cuando llegó a la oficina, Tito estaba enfrascado leyendo un informe. Rafael, todavía furioso, le contó lo que le había ocurrido en el negocio. Sin levantar la vista del informe, Tito le contestó:


- Debe haber una explicación. Seguramente ingresaste la clave para operar en el cajero automático, y no la que corresponde a compras en comercios. ¿Te acordás que hace un tiempo el banco comunicó que había que tener una clave para compras distinta de la que se usa en el cajero?


- ¡No! ¿Me estás hablando en serio? No recuerdo nada. Esperá que me fijo en la agenda.


Era verdad lo que decía Tito. En su libreta figuraba un código que Rafael había anotado hacía pocos meses, con una aclaración:
“Clave para compras en negocios únicamente”. Como hasta entonces nunca había hecho pagos en comercios con la tarjeta, no recordaba en absoluto ese detalle.

Un rato más tarde, Rafael, que no podía terminar de olvidarse del asunto, se dirigió nuevamente a Tito, quien seguía concentrado en la lectura de su informe:


-¿Por qué diablos existirán las claves en los sistemas?


Su pregunta tenía algo de impotencia y enojo, ya que obviamente él sabía la respuesta.


Levantando apenas la vista, Tito le contestó con aire de resignación:


-Las claves van a seguir existiendo mientras no desaparezcan las miserias humanas, Rafael. Cuando no existan más los estafadores, los ladrones de guante blanco, los que lucran con la venta de información confidencial, los que copian el trabajo de otros, o lo arruinan simplemente por placer; en otras palabras, cuando todos los seres humanos seamos realmente honestos, no serán necesarias las claves.


-Yo tendría que haber nacido en ese momento. Mi vida sería más tranquila sin esta maldita agenda que necesito a cada rato, dijo Rafael sonriendo.


A Tito le causó gracia la humorada de su amigo. Y agregó:


-Fijate qué curioso. Las contraseñas están para protegernos de los deshonestos, pero a su vez sirvieron para crear nuevas clases de ellos, que antes no existían: los
hackers, que se dedican a vulnerar los sistemas de seguridad más sofisticados, los espías informáticos, y otras joyitas similares. Ellos tienen su razón de ser sólo porque existen las claves ¿No te parece paradójico?

Una vez más, Tito tenía razón. Comprendió que era imposible cambiar la naturaleza humana, y por lo tanto, si quería seguir disfrutando de las ventajas de la tecnología moderna, su agenda lo iba a seguir acompañando durante toda su vida.


Decidió no pensar más en el tema, y retomó su trabajo. Por suerte, durante el resto de la tarde no tuvo que teclear ninguna otra contraseña.


A la hora de la salida, estaba contento. Comenzaba un fin de semana largo, lo vería a Fabián, festejarían el cumpleaños, le entregaría la campera, y de paso le contaría el mal rato que había pasado al comprarla. En ese momento recordó que no había pedido el turno con el cardiólogo. “Bueno, no importa; quedará para la semana que viene”, pensó. Saludó a Tito y a los otros empleados, y partió hacia la salida.


Después de descender del subte, mientras desandaba el trayecto hacia su hogar, pensó en Alicia. Tenía ganas de verla, ya que a la mañana casi no habían estado juntos, pero era viernes, día en que su esposa tenía clase de yoga, así que tendría que esperarla un rato más.


Antes de abrir la puerta de su casa, por enésima vez llevó su mano al bolsillo del traje, sacó su libreta, y tecleó el código que desactivaba la alarma. Ahora sí comenzaría a disfrutar del fin de semana. Su traje, junto con la agenda y todas sus contraseñas quedarían en el ropero hasta el martes.


Se sentó en su sillón favorito, tomó el control remoto y encendió el televisor para hacer un poco de tiempo mientras aguardaba que llegara Alicia. En ese instante, sintió un agudo dolor en el pecho

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El breve recorrido por el túnel llegó a su fin. Una luz muy potente reemplazó a la oscuridad del pasadizo. El alma de Rafael, ya desprendida de su cuerpo, se quedó por un instante inmóvil, sin saber qué hacer. En ese momento, al disiparse parcialmente el fuerte resplandor, vio a pocos metros de distancia un inmenso muro de color blanco, finamente decorado con pinturas que parecían hechas por algún artista del Renacimiento. En el centro, en lo que parecía la entrada, había un gran portal de rejas totalmente bañadas en oro, con una extraña figura de mármol esculpida en su parte superior. Se acercó lentamente. Le llamó la atención un pequeño cartel que se divisaba a la derecha del portal, con una leyenda que decía: “El Señor te da la bienvenida al Reino de los Cielos. Para ingresar, digita tu clave personal”. Abajo del cartel, había un pequeño teclado.

El alma de Rafael quedó pasmada. “¿Qué es esto?”, se preguntó. Pero después de unos segundos vino a su memoria el episodio de esa mañana. ¡El mensaje de correo electrónico no había sido una broma! Comprendió que Dios había decidido su muerte, y le había indicado el código que necesitaba para ingresar a sus Dominios. Recordó que la dirección electrónica le resultaba familiar porque había visto esos nombres en alguna de sus lecturas sobre lenguas antiguas. Entonces se tranquilizó, ya que por suerte había obedecido a su intuición, y había tomado la precaución de anotar el bendito número. Todo lo que tenía que hacer era consultar su agenda, ingresar la clave, y así habitaría el Paraíso por toda la eternidad.


En ese instante, comenzó a sentirse mal. Primero fue una leve ansiedad, que rápidamente se convirtió en miedo, y segundos después en una insoportable sensación de terror. ¡Nooooo! gritó con desesperación. En la más absoluta soledad, acababa de darse cuenta de un pequeño detalle: las almas no usan traje.

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