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Cultura - Resultados Concursos 2006

Literatura - Cuento familiar - 3º Premio
De vuelta
Por Sebastiani, Teresa
La vecina está barriendo la vereda y él la quiere saludar. Sin embargo ella lo mira y sigue con la tarea. “Tiene miedo..., ella también tiene miedo”. Se cruza con un perro callejero, viejo y tal vez ciego, porque lo tiene que esquivar para no pisarlo. La tarde gris lo empaña todo de nostalgia, pero está contento. Llegó al fin. No sabe cómo ni le importa. Está otra vez de vuelta en su casa.

El jardín, descuidado. Debe ser otoño porque las hojas caídas sobre el pasto crecido, lo alfombraron todo de amarillo. ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Cómo medir al tiempo cuando se está donde el tiempo no existe?


Empuja la puerta de entrada que no le ofrece resistencia, sólo un crujido. Apenas un crujido de las bisagras. “Nacho, ¡cuándo aceitarás las bisagras!”.


Se pasea por la casa desierta. Camina hacia la cocina y cuando llega, todavía está la pava sobre la hornalla apagada, y el mate en la mesa. Es que lo estaba tomando cuando se lo llevaron. “Yo los esperaba, siempre los esperaba, por eso estaba despierto”.


Pasa al dormitorio. “Nacho, besame”. El dormitorio está todo revuelto. El colchón, destripado. Llega a la pieza donde dormían Martín y Franco. No queda nada en su lugar. “Seguro que esos turros revolvieron todo buscando... ¿qué mierda buscaban si el único pecado mío era trabajar con el cura de la villa?”


Entra en la biblioteca que está en penumbras. Los anaqueles vacíos. Allí habían estado los libros queridos. Se los llevaron aquella madrugada, cuando el ruido opaco de las botas retumbó en su cabeza, y por toda la casa silenciosa. “Pensar que me creía valiente... ¡Tenía un cagazo!.”


Por suerte ya no quedaba nadie en la casa. Algún amigo, de esos fieles amigos que son como parte de uno mismo, le había dicho que alejase a su familia. Convencer a Mariana de que se fuera con los chicos a la casa de la tía en España, fue muy duro. “¡Nacho! ¿qué me estás pidiendo?


Al fin ella entendió que debía proteger a los hijos. La despedida fue fatal. Los dos comprendieron que tal vez no se volverían a ver. Pero decidió quedarse. Esperar lo que fuera. Sabía que estaba marcado. Además, le debía lealtad a los que decidieron no irse. A él, le dolió más la separación de la familia, que lo que sufrió después. “¿Pá, vos no vas a venir?..., ¡dále!...”


Los recuerdos son una serie de tatuajes indelebles. Algunos rojos, como la sangre tibia que sintió resbalar de su nariz, después de la primera trompada que le dio aquel desconocido oficial.


Otros tan negros como las bolsas donde metían a los compañeros muertos. O la oscuridad de los ojos vendados. O el olor a carne quemada las veces que le tocó la picana, “¡Carajo!, ¡no como más un asado!”. O aquel ahogo feroz del submarino seco, o el olor acre del miedo, o las pesadillas que lo atormentaban cuando le permitían dormir.


Los compañeros fueron desapareciendo uno a uno. “¿Viste al Flaco?” “No, no sé nada, no hables fuerte que nos llevan al pozo”. “Tampoco están Eduardo y la Nelly”. “Callate Nacho, no seas boludo que nos van a oír”.


Los interrogatorios eran feroces, interminables. Algunos acababan confesando mentiras y eso redoblaba los castigos. Otros, cuando habían llegado al límite de la resistencia, delataban a los que todavía no habían caído. Los más fuertes, quedaban allí, entregando la vida sin haber confesado. Los corredores amplificaban los quejidos y los llenaban de espanto. No sabían si iban a ser los próximos. Era imposible conocer la diferencia entre el día y la noche. Todo era una eterna oscuridad.


El día en que los metieron en el camión, después de que un cura los bendijo, pensó que al fin, todo terminaba. “¡Mirá a ese curita!, ¡bendiciendo a un montón de zurdos! Hasta me bendijo a mí que soy judío”.


No tuvo miedo, sólo recordó con cariño a Mariana y los chicos, pero ya estaba fuera de esa cueva. El viaje fue codo a codo con los otros, pero estaba mareado. Después de un rato comenzaron a oír ruidos de aviones. “¿Fede, estaremos en Ezeiza?”. “No sé, hay mucho ruido a coches, más vale Aeroparque..., dejame, tengo mucho sueño”. “Yo también”.


Siente frío. Frío de lágrimas heladas, las que se tragó estando allá. “¡Acabala idiota!. ¡dejá de pensar!..., ¡si ya estás de vuelta!”.


Sin embargo tiembla, tiembla tratando de recordar más... Se concentra..., se exige..., se desespera. ¿Por qué no puede?..., ¿por qué después de aquel viaje no puede?

Rolo

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