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Cultura - Resultados Concursos 2006

Literatura - Cuento matriculado - 3º Premio
Daniel, el Hipocondríaco
Por el Dr. Nicoletti, Carlos Alberto
Hay personas formales que uno las recuerda siempre vestidos de saco y corbata; “nacieron” con saco y corbata.

Daniel nació muriéndose.


El termómetro viajaba desde la axila a la boca y de allí al recto – con la asepsia debida – para verificar en distintas mediciones, si su temperatura era normal o no.


Ya de adolescente, la lectura bibliográfica médica era de consulta obligatoria.


El “desideratum” llegó, cuando la Enciclopedia Británica tenía como anexo dos tomos de medicina, en donde se describían todas, o casi todas, las enfermedades.


Los análisis de rutina desestabilizaban a Daniel.


El se preguntaba: - ¿Por qué el médico habrá ordenado esto?


Al presentar su muestra al laboratorio, comparaba el “color” de su orina con relación a la de los otros.


Se detenía a observar, si la suya tenía espuma (para él espuma era sinónimo de “albúmina”).


En el momento de la extracción de sangre, preguntaba al profesional si la misma era rosada (buscando, según Daniel, signos de anemia) o bien, si era “gorda” es decir, espesa, que para Daniel era “una manifestación de colesterol alto”.


El letrero de su nombre en su frasco de análisis de orina era enorme (como una placa recordatoria) para evitar que alguien se equivocase en cuanto al titular del análisis.


Daniel tomaba taxi frecuentemente. Los taxistas para Daniel eran una mezcla rar de médicos y psicólogos.
En los viajes, Daniel aprovechaba para comentar tal síntoma y, especialmente, consultar si el taxista creía que era signo de una enfermedad maligna.


Los “cánceres” cambiaban de distintos órganos, con una velocidad hasta diaria, cuando no era el riñón pasaba a los huesos, de allí a la próstata, luego al intestino, o era un “afta” maligna en la boca.


Soportaba con total convicción una inspección ocular en su recto y rectoscopía, ordenada por el profesional, ante su insistencia, por diarreas nerviosas.


Siendo Gerente de una empresa, su puesto le facilitaba, dada su actividad, de un chofer fijo.


Daniel, luego de detallar los “síntomas”, no dejaba de preguntarle los “diagnósticos”. En forma similar a lo que ocurría con los taxistas.


En una ocasión, Daniel viajando en el coche con Lorenzo – el chofer – notó all tocarse “unas pelotitas” en su ingle. Siguió investigándose y notó que del otro lado, también las tenía.


Pidió, súbitamente, al chofer que detuviera la marcha. Entró con Lorenzo al baño de un bar, y bajándose los pantalones y calzoncillos preguntaba:


Mire, mire, ¿no ve en la ingle ganglios o bultos como en cadena?


Lorenzo contestaba; yo no veo nada.


Su propio diagnóstico, siempre negativo apuntaba a un cáncer en el sistema de ganglios.


En definitiva, eran nada más que los nudos o nervios en los tendones.


Estando en reuniones con clientes, su tema de conversación central, se desviaba mentalmente, al sentir una “molestia”.


Una vez, en reunión con ejecutivos de una gran empresa, comenzó a sentir una “molestia” en el medio del pecho, sobre su esternón.


Su mente, siguiendo esos libros terribles de pseudo medicina, apuntó a un infarto. Pensó “éste es el típico dolor de corbata” recordando la terminología de los libros.


Sus relaciones sexuales con su mujer eran totalmente normales. Sin embargo, cerca de los 40 años y algo más, comenzó a experimentar síntomas de disfunción sexual. Su esposa llegó a pensar que tenía una amante, cosa que no era así.


Por asesoramiento, no tuvo mejor idea que consultar a un “sexólogo” especialista. Primero se le practicó un “dopler” que mide si llega sangre al órgano genital. Por el estado nervioso de Daniel no tuvieron, por este medio, un diagnóstico preciso.


Entonces le sugirieron una “tumescencia peneana”, que consiste en internarlo una noche en un consultorio colocándole unos cables tipo alambre en el pene, a su vez conectado con una computadora que mide las erecciones durante el sueño de la noche, rigidez, etc.


Se sintió algo inhibido cuando la enfermera le conectaba esos cables en su prepucio.


Luego de esta experiencia, retornó a la regularidad sexual en forma casi mágica.


Daniel en una oportunidad, fue invitado a una comida de ex-funcionarios.


Bien servida con un menú consistente en cocktail de langostinos, primer plato y brótola al roquefort segundo plato y postres.


Todos conversaban amablemente cuando de pronto Daniel efectuó un movimiento extraño. Los ojos se dirigieron a él; daba la sensación de querer expulsar algo de la boca. Los comensales más próximos diéronse cuenta que había ingerido el “espinazo de la brótola”.


Fue acompañado al baño con un amigo a fin de ayudarlo a expulsarlo. La cosa se ponía seria. Daniel aparecía “cianótico”, violeta, sus ojos parecían que giraban, transpiraba profusamente. Llamaron a la ambulancia con urgencia para trasladarlo a la clínica, hospital o centro médico más cercano. Se agotaron golpes, intentos de vómito, etc.


En el viaje, acompañado por un amigo, que al llegar a la clínica manifestó que en dicho recorrido, pese a los esfuerzos y cuidados, Daniel había fallecido de un paro cardíaco provocado, en principio, por ahogo con una espina de brótola.


PERO ESO SI, DANIEL HABIA MUERTO TOTALMENTE SANO.

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