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Cultura - Resultados Concursos 2006 |
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Literatura
- Cuento matriculado - Mención Especial |
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Filipó contra todos
Por el Dr. Amulet, José María |
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Su figura no revelaba
algo especial; Filipó era bajito, esmirriado y huesudo. Apenas su cara daba una nota
diferente, aunque no precisamente atractiva. Su labio inferior, desmesuradamente grueso,
se montaba sobre el superior tornándolo invisible. Tal vez fuera ése el motivo de su
constante seseo y de la profusa saliva que expelía con cada palabra que pronunciaba. Su
piel lechosa, salpicada por pecas, contrastaba con los renegridos rulos que poblaban su
frente, y su puntiaguda nariz constituía un punto de referencia insoslayable en el centro
de su rostro enjuto. Pero nada que estuviera referido a su físico llamaba nuestra
atención. En cambio, su excelso dominio de la pelota, promocionado sin pudor por su
indecente autoestima, lo convertía en un caso único. En días y horarios inesperados
Filipó irrumpía en la cancha parroquial y con nerviosas gesticulaciones nos ordenaba
interrumpir nuestro partido de fútbol sin ninguna conmiseración. Poco le interesaba que
el encuentro fuera picante o que definiera algún campeonato interno; él se paraba en el
círculo central y desde allí lanzaba su consigna a viva voz: ¡Filipó contra todos!,
¡Filipó contra todos! Después iba en busca de la pelota y la mantenía en su poder
mientras los demás nos colocábamos obedientemente en la mitad del campo de juego opuesta
a la de su posición. Sólo entonces iniciaba el partido en el que, durante los cuatro o
cinco minutos de su duración, enfrentaba a doce mocosos deseosos de derrotar a un
soberbio habilidoso. El primer reto para nosotros consistía en poder quitarle el balón,
no para que éste pasara a nuestro dominio lo cual resultaba una empresa imposible-
sino para, al menos, detener la jugada echando la pelota afuera de la cancha. Quien lo
lograba era felicitado por el resto como si hubiese convertido un gol y adquiría el
derecho a gozar de una envidiable notoriedad durante el resto de la semana. Es que apenas
alcanzábamos a distinguir los vertiginosos movimientos de sus piernas, cuyas secuencias
eran coordinadas a una perfección tal que tornaban ilusorio frenarlo. Ni siquiera su
vestimenta, más acorde a la de un cadete de oficina que a la de un deportista, conspiraba
contra el despliegue de su técnica. Sus zapatos de cuero duro y gastado parecían ser
más sensibles que nuestras zapatillas, y las campanas en las que finalizaban sus
pantalones largos no se inmiscuían en su tuteo con la pelota. Si bien tenía cuatro o
cinco años más que nosotros, esa diferencia no se traducía en una notoria ventaja
corporal, por lo que no acudía a la fuerza para intimidarnos. Lo que nos amilanaba era su
habilidad; esa mágica armonía que nos sumía en la admiración, cohibiendo nuestras
escasas posibilidades. Me atrevería a decir que nosotros mismos disfrutábamos gozosos la
exitosa ejecución de esas brillantes maniobras que concluían en gol después de habernos
dejado despatarrados por el piso. Sin embargo, a veces se le complicaba el partido por
alguna jugada fortuita, y entonces no tenía empacho en oficiar también de referí,
anulando la acción que lo perjudicaba con argumentos ininteligibles. Esa maña y el
finalizar el partido cuando empezaba a escasear su oxígeno constituían los recursos que
empleaba para que su prestigio no se viera dañado. Al término del encuentro se retiraba
solo, tal como había llegado, gritando para sí mismo: ¡Ganó Filipó, es lo más grande
que hay! Aunque antes de emprender la partida, no olvidaba alertarnos sobre su inminente
debut en la primera división de Platense, lo que creíamos con la misma fe que se le
profesa a un texto religioso. Esto nos llevó a convertirnos en esmerados especialistas en
la campaña de ese club, leyendo las crónicas de sus partidos con el mismo entusiasmo con
el que nos abocábamos a las de los equipos de los cuales éramos hinchas. Impacientes,
esperábamos el día de su aparición entre las grandes estrellas, la que descontábamos,
sería memorable.
Una tarde ocurrió lo de muchas otras: cuando estaba promediando nuestro juego ingresó a
la cancha la barra de los muchachos del bar de la esquina, entre los que por primera vez
descubrimos a Filipó, y debimos pagar nuestro impuesto a la minoría de edad, desalojando
rápidamente el lugar para facilitar la disputa del partido de los grandes. No obstante
ello, el éxodo de ese día no nos molestó tanto como los de las anteriores ocasiones
pues en los siguientes minutos tendríamos la posibilidad de ver a nuestro ídolo
haciéndole morder el polvo a aquellos contemporáneos suyos a los que tanto odiábamos.
Dispuestos a deleitarnos con el talento que vindicaría nuestro orgullo, nos amuchamos en
una diminuta tribuna tubular, embargados por una excitación incontenible.
Lamentablemente, apenas comenzado el encuentro advertimos que nuestro Filipó, el de las
inmensas apiladas y la arrogancia desbocada, nada tenía en común con aquel que entonces
vegetaba tímidamente en un costado de la cancha. La pelota casi nunca llegaba a sus pies,
y cuando esto excepcionalmente sucedía su participación se limitaba a dar pases
intrascendentes. Además, muy pronto se había constituido en el receptor de todos los
reproches de sus compañeros, los que lo insultaban a gusto y le reprobaban su falta de
compromiso, sin que él intentara, al menos, excusarse para salvaguardar su dignidad. Nos
costó aceptar la decepción, incluso alguno esbozó que tal vez estuviera lesionado, pero
la realidad se presentaba cruda frente a nuestros ojos. Nos quedamos sentados en el mismo
sitio durante media hora, pero sólo por inercia, sin ninguna esperanza de cambio.
A los tres días Filipó volvió a aparecer por la cancha, agitando nuevamente toda su
prepotencia. Como si nada hubiera sucedido, nos desafió una vez más. Nos miró
socarronamente y se dispuso a cumplir con su ritual. Esta vez el encuentro duró mucho
menos de lo habitual; al minuto de juego ya le habíamos hecho tres goles y yo le había
pegado una fortísima patada en un tobillo que le sirvió como pretexto para finalizar el
partido y retirarse. Nunca más supimos de él; tampoco lo extrañamos. |
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