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Cultura - Resultados Concursos 2006

Literatura - Cuento matriculado - Mención de Honor
Mandria
Por el Dr. Cabarcos, Alberto Reynaldo
El tren de la tarde ya había pasado. La tarde también.

La estación de Lezama sólo promediaba alguna luz venida desde la oficina del telegrafista; el resto era penumbra y algún sonido incompleto, confuso e indescifrable.

La ruta orillaba las vías como poniendo límites entre el pueblo y el ferrocarril, límite que al día siguiente volvería a convertirse en nexo cuando el silbato de una locomotora tornara a escucharse a lo lejos.

Aún era verano, y el letargo del anochecer entornaba las puertas, cubría las macetas y encendía la ilusión repetida de las radios como para reciclar la dicotómica ceremonia de la realidad y la imaginación.

Los faroles pendían quietos sobre las bocacalles, y algún jazminero exhalaba tácitamente el rito perfumado de la melancolía pueblerina.

De cuando en vez, un par de focos surcaban la ruta como queriendo introducir una competencia de reflejos por solo un instante, para luego perderse en el infinito de la próxima curva. A principios de la década del cuarenta el automóvil ya no era un asombro pero seguía siendo un lujo.

Enfrentado a la estación y como espejando un algo inexistente el cartel era casi un susurro, apenas una señal indicativa de un lugar lánguido pero también generoso. Las letras adelgazadas por el esmero gastado del tiempo alcanzaban a balbucear dos palabras: “Hotel y Bar”, subsistiendo a un resto pequeño y borroso en el que nadie quizás reparaba, Los unos porque lo sabían de memoria, los otros porque ni siquiera les importaba.

Por el viejo ventanal y burlando un cortinado obvio y amarillento, podía observarse una escenografía absolutamente banal. Cinco o seis mesas desnudas de mantelería, el mostrador mitad madera y mitad estaño, el espejo de detrás, el escaparate de las bebidas, una publicidad de cigarrillos “Fontanares” y otra de ginebra “Bols” y la máquina de café exprés elevando su brillo metálico con la importancia de un símbolo.

La rutina se hacía cargo de las horas, y sólo un afiche pegado en la puerta anunciando para el día siguiente la actuación en el Cine-Teatro local de un cantor y guitarrista de Buenos Aires, ponía un pequeño matiz en la reciclada monotonía. La foto del afiche sonreía y prometía con caracteres resaltados un selecto y variado repertorio.

Esa misma sonrisa se guardaba en el rostro del hombre que ubicado en la mesa del fondo procedía con absoluto cuidado y evidente profesionalismo a cambiar un par de cuerdas de su instrumento. La superficie de aquella mesa también albergaba el estuche de la guitarra, y apenas un espacio residual para que su pequeño hijo de seis o siete años apoyara el Billiken que estaba leyendo sentado juiciosamente en una de las sillas.

Las otras mesas las ocupaban tres conversadores de grappa, dos viejos empleados municipales jugando a las cartas a cinco centavos la partida, y otros dos parroquianos más apurando unos Cinzano con Pineral rigurosamente previos a la cena.

El dueño miraba distraído hacia ninguna parte limpiando prolijamente con un repasador las copas recién lavadas e incluso aquellas que hacía rato estaban secas y ya habían pasado por el mismo procedimiento. Mientras lo hacía pensaba en una nueva noche calcada en el aburrimiento de otras, siempre tan iguales, tan repetidas.

Pero esa noche no iba a ser así.

Un enorme auto negro (quizás un Packard) se detuvo frente al ventanal trastocando la previsibilidad del paisaje. Un minuto después tres desconocidos entraban silenciosamente en el Bar, no sin antes mirar casi como al descuido el afiche de la puerta.

Un Cinzano, un as de bastos y una frase con gusto a grappa se quedaron a mitad de camino, observando aquella irrupción que no esperaban. Sólo el guitarrista siguió ensimismado en su tarea, lo mismo que el chico en su lectura.

Los sombreros con el ala girada hacia abajo, los trajes obscuros de sacos cruzados, las figuras altas e impecables, los forasteros se acercaron al mostrador mientras el dueño los miraba de reojo con desconfianza.

Dos de ellos vestían de gris, el otro de negro, lo que marcaba una sutil diferencia de la que emanaba un sesgo de autoridad.

Fue éste el que habló:

- Buenas noches patrón. ¿Podrían ser tres ginebras?

La voz sonó suave, educada, y transmitió seguridad al otro lado del mostrador. Rápidamente aparecieron las tres copas y el consabido porrón de barro. El pedido siguiente también sonó amistoso.

- Por favor, no se lleve el porrón; por si se nos ocurre otra vuelta.

- Cómo no, haga de cuenta que es suyo –respondió el dueño-, ya halagado a esta altura por la distinción que en una lectura inicial demostraban aquellos caballeros.

Todo tornó a la normalidad. Las cartas volvieron a ser jugadas, las grappas siguieron desapareciendo en el abismo de las gargantas y el Pineral hizo un poco más amargo el trago final. El dueño se retiró por discreción hacia la máquina de café y a falta de vasos simuló darle un lustre adicional que no era necesario.

Mientras tanto el trío de forasteros charlaba en voz baja y hacía uso del porrón lenta pero continuamente. El hombre de negro mostraba un dejo de amargura reciclado en sus ojos, mientras los otros dos trataban de animarlo, calmarlo o consolarlo, o quizás las tres cosas al mismo tiempo.

Cualquiera hubiera opinado que aquel era el jefe; jefe de no sé qué pero jefe.

De improviso el casi silencio se cortó con un acorde de guitarra. Las cuerdas ya estaban en su lugar y los dedos hábiles del músico templaban y afinaban.

Fue entonces cuando el hombre de la mirada amarga dio unos pasos hacia la última mesa, y ya frente al guitarrista hizo más que una pregunta una afirmación.

- Perdone, usted es el de la foto del afiche.

Con algo de sorpresa el músico levantó la vista y respondió:

- Si señor, soy yo. Estaba cambiando alguna cuerda, preparándome un poco para mañana… -e intentando ser cordial agregó- …estoy parando aquí en el Hotel y él es mi hijo…

La réplica tuvo el mismo ánimo, e incluso fue más allá.

- Lindo pibe… debe ser hermoso ser padre… y también ser músico…

- Si… ambas cosas lo son… -respondió el guitarrista.

- A mí me hubiera gustado ser músico –filosofó el hombre de negro- …poder expresar desde un instrumento lo que uno siente, lo bueno, lo malo, aquello que nos duele y aquello que nos hace feliz.

Dudó antes de seguir, pero igual prosiguió.

- …pero no lo soy. Soy algo muy distinto…

Se hizo un silencio pequeño pero elocuente, y los parroquianos interrumpieron nuevamente lo que estaban haciendo para prestar oídos a la conversación.

Algo asombrado por el giro de la charla y como queriendo llevarla a otro terreno, el guitarrista atinó a responder:

- Lo que usted dice de la música es cierto, algo de eso hay, o tal vez mucho más que eso. Por lo menos para mí que elegí esta profesión cuando era apenas un poco más grande que mi hijo.

- Los músicos y los poetas saben lo que es vivir… -replicó el hombre de negro como queriendo finalizar aquel intercambio eventual de palabras-

Pero cuando parecía que volvía la mostrador y como producto de una imperiosa necesidad de la que había dudado, hizo una pregunta más.

- ¿Conoce el tango “Mandria”?

- Si… -respondió extrañado el músico.

- Le quiero decir si lo canta…

- Si… suelo hacerlo. Es una historia fuerte como la de muchos tangos…

- A mí me interesa especialmente esa historia. ¿Se anima a cantarla ahora?

La voz del desconocido vaciló entre la ansiedad y el ruego.

- No tengo permiso para cantar aquí. Creo que no me lo permitirían.

La respuesta era válida tanto como excusa que como impedimento real, pero se acercó más a lo primero.

Como toda réplica y sin darse vuelta hacia el mostrador, el hombre de negro elevó la voz para decir:

- ¿No es cierto patrón que usted le da permiso?

Nuevamente el silencio devoró algunos segundos.

El patrón miró al guitarrista y sin alternativa posible asintió con la cabeza.

- Siendo así… -dijo el músico- y poniendo una pierna sobre una de las sillas preparó el instrumento ajustando un par de clavijas del diapasón.

Los otros dos hombres dejaron el mostrador y se acercaron para quedar de pié uno a cada lado del de traje negro. Uno de ellos, incluso, le palmeó un hombro como queriendo darle afecto.

Instintivamente y sin saber porqué, los demás también se acercaron aunque no demasiado.

El punteo de la guitarra se hizo escuchar, y luego de la breve introducción la voz del cantor encaró los versos:

“Tome mi poncho y no se aflija,
si hasta el cuchillo se lo presto…”

Aquella historia de traición, coraje y desdén por la cobardía del amigo infiel, se iba edificando en cada cuarteta.

“Pa matar o pa morir
vine a pelear y el hombre ha de cumplir”

El rostro del hombre de negro mutaba de expresión ante cada matiz del contenido del tango. Ira, asco, melancolía y tristeza parecían unirse y separarse al mismo tiempo, como si un tropel de sentimientos encontrados lo recorrieran por dentro.

En menos de tres minutos llegó el final:

“Váyase con ella
la cobarde,
dígale que es tarde
pero me cobré.”

La situación había engendrado una emoción distinta, casi gardeliana en la voz del cantor, la que vibró hasta el acorde final; acorde cuyo eco fue lo único que se escuchó por unos instantes.

Sobrevino un tenso vacío, hasta que el propio forastero, recomponiéndose no sin algún oculto esfuerzo, esbozó despaciosamente el primer aplauso, el cual se fue multiplicando casi hasta la ovación.

Se acercó luego al cantor, le extendió la mano, y al estrechársela le dijo:

- Nadie podría haberlo hecho mejor. Lo felicito y se lo agradezco de todo corazón.

Y sacando un billete del bolsillo, lo dejó caer como al descuido en el estuche de la guitarra.

- No… -dijo el cantor- no lo hice por dinero… Quizás lo hice porque los poetas y los músicos sabemos lo que es la vida…

- Tómelo… hágame el favor. Lo que usted me ha dado esta noche no tiene precio.

Y acariciando la cabeza del chico volvió a decirle:

- Lindo pibe…

Después dándose vuelta ordenó:

- Moncho… pagale al patrón y vamos.

Se acomodó el sombrero (tal vez para obscurecer una lágrima), miró en derredor, y soltando un “Buenas noches señores” que todos respondieron, salió del local con los otros dos hombres llevándose las miradas y los murmullos sin reparar absolutamente en ello.

Dos minutos después el enorme auto (quizás un Packard) se perdió en el infinito de la próxima curva, mientras una escoba de sombras barría la estación, y un chico cerraba un Billiken para mirar asombrado seguramente por primera vez un flamante billete de cien pesos.

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