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Autor:
Dr. José Escandell
Presidente del CPCECABA |
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Podemos convenir en
que nuestra Patria, como concepto que define un espacio territorial y cultural, y un
sentimiento de pertenencia de una comunidad, nació en mayo de 1810. Es cierto que como en
toda concepción existió un período previo durante el cual fueron formándose los
elementos esenciales de la Nación, que, al nacer, apareció como una realidad única,
reconocible y significante.
También es cierto que esa Patria que nació tuvo un largo período de luchas,
desencuentros, tensiones y conflictos internos, además de las guerras de la
independencia, que cubrieron de gloria a los patriotas que integraron el ejército
libertador en todas sus filas. Así, el proceso de consolidación de la nacionalidad y la
formación del Estado Argentino demandaron décadas hasta perfilarse éste como una
nación que llegó a asombrar al mundo y ser receptora de millones de emigrantes que
eligieron nuestro suelo para rehacer sus vidas de cara a una gran esperanza.
Sin embargo, el sueño argentino fue perdiendo su rumbo a lo largo del siglo XX; se fue
disipando aquel lugar de privilegio que se había tenido en el concierto mundial de
naciones, en una sucesión interminable de crisis políticas y de gobiernos de facto, con
la consiguiente pérdida de los valores democráticos. A ello se agregó la penosa época
de la represión ilegal y del derramamiento de sangre, dolorosa para todos los argentinos.
En 1983, la Argentina recuperó es de esperar que para siempre la democracia.
Se enfrentó así al desafío apasionante de reconstruir sus valores y su
institucionalidad, que habían caído en desuso y que incluso algunas generaciones ni
siquiera habían conocido. Como todo proceso social ha tenido sus logros y sus
desaciertos, pero creo que es posible afirmar que los valores republicanos se han
convertido en cuestiones centrales en el pensamiento de la sociedad y que hoy las
soluciones para los conflictos sólo se conciben desde la alternativa que ofrecen las
instituciones.
Los problemas que atravesamos no son pocos y la crisis financiera internacional sin duda
los intensifica y trae nuevas dificultades a la difícil tarea de reconstrucción social y
a la del sistema productivo y de generación y distribución de valor. Se necesitan, cada
vez más, visiones integradoras que sepan ubicar a la Argentina en el mundo real y que
determinen la estrategia de inserción y de crecimiento o, lo que es lo mismo, los rasgos
definitivos de nuestra identidad. Se trata de un desafío que no comprende solamente al
sistema político, sino que nos abarca a todos y nos obliga a asumir con responsabilidad y
con esperanza nuestros roles y un fuerte incremento de la necesaria vocación por la cosa
pública. Vocación que no necesariamente debe ejercerse en los partidos políticos y que
también tiene en las organizaciones de la sociedad civil excelentes oportunidades para
manifestarse. La compleja articulación de los intereses de los diversos grupos sociales
requiere tanto la inserción de sus instituciones en el juego republicano como la
autosujeción de los mismos al bien común.
Y el bien común tiene la restricción notable del relevante nivel de exclusión social
que presenta nuestra realidad, la cual no solamente margina y expulsa de los bienes
públicos a una notable cantidad de ciudadanos, sino que además destruye en ese entorno
al bien más preciado de la democracia: la igualdad de oportunidades. Así, los niños y
jóvenes excluidos no tienen acceso a una educación que los forme para su desarrollo
integral y que les permita aspirar a mejores condiciones de vida, con lo cual el futuro
los llevaría en realidad a la consolidación de la situación de pobreza y marginación,
con sus derivados inevitables, como la delincuencia y la esclavitud de las drogas. Este
duro aspecto de nuestra realidad nacional debe convencernos de que ningún modelo de
desarrollo puede desentenderse de la justicia social y de una fuerte preferencia por
rescatar a estos seres marginados y, sobre todo, asegurar crecientemente bienes razonables
a los niños y jóvenes. Es nuestra responsabilidad mayor.
En apenas un año celebraremos el Bicentenario. Nos queda por lo tanto sólo un año para
decidir cómo queremos vivir durante nuestro tercer siglo de vida como comunidad nacional.
No es tiempo de discursos sino de hechos, por lo que es de esperar que todas las
estrategias de poder que llevan adelante las distintas agrupaciones, tanto en la política
nacional en todos sus niveles como en la empresaria, en la educativa, en la gremial y en
todos los órdenes, estén inspiradas en la firme voluntad de desarrollar las acciones y
los programas que levanten a la Nación por sobre sus limitaciones, y la conduzcan a un
desarrollo y crecimiento con acelerada inclusión social.
Ocupar el poder es la mayor posibilidad de expresar la vocación de servicio de los
hombres de buena voluntad y es también el factor que permite distinguir a quienes llevan
dentro de sí esta noble misión y la capacidad y coraje para transformarlo en nuevas
realidades. En una república, el juego permanente de la acción de los distintos grupos
que conforman el entramado social va marcando las complejidades, las limitaciones e
incluso los intereses que pueden oponerse entre sí, por lo que la misión del dirigente
es la de optimizar este conjunto y alcanzar niveles crecientes de bienes públicos, con un
corrimiento muy fuerte de la frontera de los sectores que los disfrutan.
Creo sinceramente que lo dicho constituye un espejo en el cual todos estamos obligados a
mirarnos con sinceridad. Si lo que vemos de nosotros en ese espejo se aparta de la imagen
del deber ser, es tiempo de que cambiemos nuestro ropaje, nuestras acciones y nuestros
valores. Es que nuestros hijos no podrán perdonarnos la falta de virtud que convierta
nuestro legado en una nación que siga conservando los vicios de una realidad que ellos no
merecen.
Deseo finalmente destacar una figura de nuestra historia que evocaremos dentro de muy
pocos días en las Ciencias Económicas: se trata de Manuel Belgrano. Fue un hombre
poderoso en la época de nacimiento de la Patria. Arriesgó por amor a ella su propia
vida. Siempre dio, jamás pidió. Hasta donó el premio monetario con que el Gobierno lo
recompensó por sus triunfos militares. Y murió en la soledad y en la pobreza. Jamás
usó el poder para su propio beneficio. Me animo a decir que el espejo en el que tenemos
que mirarnos tiene en mucho la imagen de este prócer y que deberíamos tomarlo como
medida de nosotros mismos. |
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