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DISCURSO DEL PRESIDENTE DE LA REPUBLICA CHECA EN LA REUNION DEL FMI Y EL BANCO MUNDIAL (1)
Confío en que Praga, que
por vez primera en su historia milenaria es la anfitriona de este encuentro
de auténtica importancia mundial, ofrecerá un ambiente ameno y quedará inscripta
tanto en la memoria de los participantes como en la historia de la cooperación
mundial. La catedral de los Santos Vito, Wenceslao y Adalberto domina Praga
y la torre gótica domina la catedral. Quizás se hayan fijado que en estos momentos
la torre está cubierta de andamios. Esto se debe a que, por primera vez desde
que se levantó y, por así decir, a última hora, es objeto de una complejísima
reconstrucción. El andamio oculta temporalmente la belleza de la torre. Sin
embargo, oculta esa belleza para que podamos salvarla para el futuro.
Me agradaría si pudiéramos entender este ejemplo como una metáfora y si pudiéramos
declarar de este país que, igual que en otros países postcomunistas, algunas
de sus buenas disposiciones no se perfilan con suficiente fuerza, debido a que
el país entero está cubierto de andamios, porque está sufriendo una extensísima
reconstrucción, en la que vuelve a buscar, esta vez con absoluta libertad, su
verdadero rostro y su identidad, para intentar salvarla y reconstruirla.
Sería perfecto si la comparación pudiera tener un valor más general y si pudiéramos
cifrar esperanzas en que detrás de algunos fenómenos poco atractivos de nuestro
mundo se ocultan los embriones del esfuerzo por salvar, mantener sostenidamente
y desarrollar de manera auténticamente creadora los valores que nos ofrecen
la historia de la Naturaleza, la historia de la Vida y la historia de la Humanidad.
Uno de los temas principales de diversas discusiones sobre la situación del
mundo actual y, de hecho, también de discusiones sobre la misión de las instituciones
de Bretton-Woods, es la pobreza cada vez más profunda que afecta a miles de
millones de personas y el interrogante de cómo afrontar esta pobreza y cómo
combatirla.
Me temo que ese tipo de discusiones nos expone a un peligro, a saber, el peligro
de que, instintivamente, vayamos a percibir la pobreza como la desgracia de
unos y la lucha contra ella como la tarea de otros, como si el azar hubiera
dividido a la Humanidad en dos grupos: un primer grupo, relativamente pequeño,
de personas o países
que, por lo general, viven holgadamente y un segundo gran grupo de personas
o países que viven muy mal, de lo cual se desprende que el primero debería ayudar
al
segundo financiera e intelectualmente, por razones humanitarias y de seguridad.
Cuando se percibe el mundo de tal manera, hay un solo paso hacia la muy extendida
y errónea doctrina de que los más pudientes viven con más holgura porque, como
quien dice, han ganado la victoria sobre el universo y sus misterios, han descubierto
sus leyes y han sabido aprovecharlas con destreza, en una palabra, se las saben
todas, mientras que los otros, por el contrario, no han entendido muchas cosas
o simplemente no son capaces de entenderlas. Por lo tanto, para conseguir mejorar
el mundo, basta con que los primeros entreguen una parte de su bagaje a los
segundos. Como todos sabemos, no es éste el caso.
La enorme pobreza que existe en nuestros tiempos es una de las manifestaciones
más visibles de nuestra civilización, tan llena de contradicciones, civilización
que, de alguna manera, conformamos todos juntos y en la que todos somos responsables
de lo bueno y de lo malo y donde nuestra tarea común consiste en solucionar
los problemas que ésta nos plantea. Nadie puede decir que es el que mejor lo
sabe todo: todos somos criticables y ninguna voz debería despreciarse de antemano.
Una sola civilización global ciñe nuestro planeta. Con certeza puede decirse
que es la primera vez que esto ocurre en la historia del género humano. Esta
civilización tiene naturalmente otra característica primordial, y es que, por
la forma de sus movimientos internos y por sus principales manifestaciones exteriores,
es -a todas luces- la primera civilización esencialmente atea, independientemente
del hecho que miles de millones de personas profesen una religión de forma más
o menos activa.
Esto significa que los valores sobre los que se asienta nuestra civilización
no tienen relación con la eternidad, el infinito o lo absoluto. Por eso, en
muchos centros de toma de decisiones, se pierde la preocupación por lo que vaya
a venir después de nosotros, la preocupación por intereses auténticamente generales.
Por eso es posible que en este mundo, que dispone de una suma inimaginable de
conocimientos sobre sí mismo y en el que a vertiginosa velocidad se distribuyen
todo tipo de informaciones sin censura alguna, capitales, bienes y cultura,
un mundo del que difícilmente podemos declarar que no es capaz de prever la
alternativa de su futura evolución, es un mundo donde el hombre suele comportarse
como si todo fuera a terminarse con el fin de su propio paso por la Tierra,
saqueando los recursos naturales que no son renovables y violando el clima terrestre,
alejándose de su propia identidad, liquidando comunidades humanas que pueden
abarcarse con una simple mirada, y, de manera general, acabando con la dimensión
humana, tolerando el culto del lucro material como valor supremo, culto ante
el que todo debe apartarse y ante el que suele caer de rodillas la propia voluntad
democrática. Con apatía nos conformamos ante el alarmante hecho de que, aunque
sigue aumentando con celeridad el número de seres en la Tierra, la generación
de las riquezas ya no va de la mano de la creación de valores auténticos y coherentes.
Sencillamente, las paradojas entrelazan nuestra civilización. Por una parte,
ofrece posibilidades que, hasta hace poco, podían considerarse como fabulosas
y por la otra, demuestra una capacidad bastante débil para impedir que en muchos
lugares se llene de un contenido peligroso o que se abuse directamente de esas
posibilidades. Así pues, son numerosos y graves los problemas que la acompañan.
Las presiones civilizadoras de uniformidad y el hecho de que estamos cada vez
más cerca los unos de los otros suscitan la necesidad de subrayar nuestra alteridad,
a todo precio, lo que suele desembocar en un fanatismo étnico o religioso. Aparecen
nuevos tipos de criminalidad muy sofisticados, crimen organizado y terrorismo.
La corrupción florece. El abismo entre los pobres y los ricos se ahonda y mientras
hay lugares donde la gente muere de hambre, en otros lugares es costumbre, por
no decir obligación social, derrochar.
Naturalmente se viene dedicando mucha atención a todos estos problemas y los
respectivos países, las instituciones inter- nacionales y las diversas organizaciones
gubernamentales y no gubernamentales intentan encontrar soluciones.
Sin embargo, me temo que esas medidas o acciones, difícilmente logren cambiar
de manera fundamental el rumbo de la evolución si no empieza a cambiar algo
en el terreno ideológico del que brotan los modelos actuales de comportamiento
humano, actividades empresariales y cooperación.
Muchas veces oímos hablar de la necesidad de reestructurar la economía de los
países en vías de desarrollo o de los países menos ricos y también sobre la
obligación que tienen los países más afortunados de ayudar a los primeros. Si
se procede con sensibilidad y sobre el trasfondo de un profundo conocimiento
del ambiente concreto, de los intereses y las necesidades específicas, ciertamente,
esta actuación es buena y necesaria. Aunque yo considero que es mucho más importante,
como salta a la vista, que empecemos a pensar también en otra reestructuración:
la del propio sistema de valores en el que se apoya nuestra civilización actual.
Esta es la tarea que incumbe a todos. Es más, me atrevería a decir, que incumbe
más a los que viven con mayor holgura material.
La edad moderna euroamericana ha fijado el rumbo de la actual civilización planetaria,
o si quieren, de la civilización global. Fueron sobre todo aquellos que hoy
forman parte de los más ricos y desarrollados. Por esta razón, no se les puede
eximir de la obligación de reflexionar, de forma crítica, sobre los movimientos
que históricamente han inspirado.
Todos sabemos que se pueden
inventar mil y un instrumentos reguladores ingeniosos que protejan el clima
terrestre, los recursos no renovables, la biodiversidad, el aprovechamiento
local de las fuentes, la identidad cultural de las naciones y la dimensión humana
de los asentamientos, la libre competencia y las sanas relaciones sociales.
Con todo ello, naturalmente, es posible limitar la amenaza de un insensato desmoronamiento
de la civilización, limitación que persiguen muchas personas y muchas instituciones.
Ahora, se trata de reforzar esencialmente el sistema de normas morales, generalmente
compartidas, para impedir a escala mundial que distintas reglas puedan ser burladas,
una y otra vez, con más ingenio del que fue necesario para inventarlas. Se trata
de crear unas normas que potencien el peso de esas reglas, que despierten en
la sociedad el respeto natural hacia las mismas. Los actos que de manera evidente
ponen en peligro el futuro del género humano deberían ser, simple y llanamente
sancionables, pero, sobre todo, deberían ser percibidos generalmente como actos
vergonzosos.
Es poco probable que esto ocurra, si todos nosotros no encontramos el ánimo
para cambiar profundamente el orden de valores y generar uno nuevo que seamos
capaces de compartir y venerar juntos, en nuestra diversidad, integrando nuevamente
esos valores en lo que se encuentra más allá del horizonte inmediato de nuestros
intereses personales o de grupo.
Cabe preguntar: ¿Cómo conseguirlo sin un nuevo y poderoso auge de la espiritualidad
humana? ¿Cómo ayudar concretamente a despertar ese auge? Estas son cuestiones
fundamentales que llevo años planteándome y que, con certeza, sé que muchos
de ustedes se han planteado también y que, a mi juicio, no podrán ser evitadas
en las discusisones praguenses.
Estoy firmemente convencido de que sus debates serán un éxito, que ustedes coincidirán
en importantes estrategias, programas y reformas. Pero, como es evidente, tengo
fe en algo más: espero que desarrollen sus debates en aras de un diálogo extenso,
abierto y amistoso sobre el mundo actual, sus problemas, las causas profundas
de estos problemas y la manera de solucionarlos. Estoy seguro de que nadie a
quien le importe el noble futuro del género humano en el planeta Tierra, debe
ser excluido del debate, aunque esté cien veces equivocado. Todos debemos vivir
en nuestra Tierra, los unos al lado de los otros, sean cuales sean nuestras
creencias; a todos nos amenaza nuestra propia miopía, nadie puede desasirse
de nuestro destino común.
Tal como están las cosas, a mi juicio, nos queda una sola posibilidad, la de
buscar dentro de nosotros y a nuestro alrededor nuevas fuentes de responsabilidad,
nuevas fuentes de entendimiento y solidaridad y de humildad ante el milagro
de la existencia, la capacidad de resignarse en aras del interés común y de
hacer algo bueno incluso, aun cuando no sea visible y aunque quizás nadie lo
aprecie.
Permítanme que para concluir vuelva al tema de la catedral que mencioné al comienzo.
Pienso que las primeras personas en calcular sus beneficios fueron los hoteleros
de Praga en el momento del restablecimiento de la economía de mercado en la
República Checa. En estos días es aún más cierto.
Entonces, ¿por qué alguien, en un pasado remoto, se tomó la molestia de construir
algo tan costoso y, desde el punto de vista actual, tan poco útil?
Una de las posibles explicaciones es que, quizá, hubo momentos en la historia,
en los que el beneficio material inmediato no constituía el máximo valor en
la vida humana, en los que el hombre sabía que hay misterios que nunca entendería
y ante los que puede estar de pie en humilde admiración, o bien demostrar su
admiración levantando edificios cuyas torres apuntan hacia arriba. Hacia arriba
y más allá de las fronteras de los tiempos. Hacia arriba, hacia el infinito.
Hacia el infinito, que por su silenciosa existencia excluye el derecho del hombre
a comportarse en el mundo como si se tratara de una ilimitada fuente de beneficio
inmediato, y le exhorta a la solidaridad con todos los que viven debajo de su
misteriosa bóveda.
(1) Extracto del discurso pronunciado por Vaclav Havel ante las Juntas de Gobernadores
del Fondo Monetario Internacional y el Grupo del Banco Mundial, en las deliberaciones
anuales conjuntas, Praga, setiembre de 2000.