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Desde una perspectiva amplia podemos decir que en el curso
de las últimas cinco décadas la Argentina ha intentado organizar la actividad económica
en base a dos grandes regímenes de política pública, de naturaleza
casi antagónica.
El primero de dichos regímenes coloca al Estado como agente central de la escena y
concibe el ordenamiento social como una economía de comando en la que el
Sector Público jugaba un rol crucial como agente coordinador de la actividad productiva y
como productor directo de bienes y servicios.
El segundo de dichos regímenes de política pública revierte todo lo anterior. Supone
que el fracaso del Gobierno es mayor que el fracaso de los mercados y propone en función
de ello desmantelar una a una las instituciones del régimen anterior de políticas
públicas y poner en su lugar al mercado y a la libre elección de los consumidores como
determinantes centrales del modelo de organización social. Desaparece toda forma de
política industrial.
Asistimos contemporáneamente a los inicios de un nuevo ciclo de debate sobre estos temas,
originado en el hecho de que tampoco las reformas estructurales pro-mercado (neoliberales)
han dado por resultado lo que de ellas se esperaba. A nivel de la economía en su conjunto
la brecha de productividad e ingresos con el mundo desarrollado sigue siendo tan grande
como en el pasado -la Argentina alcanza, en promedio un escaso 40% del nivel de
productividad medio de la economía norteamericana-, la equidad social no sólo no ha
mejorado sino que, por el contrario, se ha deteriorado, si comparamos el escenario actual
con los años '70, la macroeconomía sigue siendo altamente volátil e incierta como antes
y la comunidad empresaria no muestra signos de haber adquirido una conducta tecnológica
más dinámica y proactiva en materia de esfuerzos tecnológicos e innovativos locales.
Estos simplemente no se han materializado y la reciente reactivación fabril (en sectores
como textiles, de durables de consumo o de bienes de capital) se ha producido mejorando
plantas fabriles viejas (circa 1970 y 1980) y no avanzando hacia una
nueva generación de establecimientos productivos de clase mundial. Es
más, dicha modernización ha estado primordialmente basada en la importación de equipos
de capital y tecnología desde el exterior no habiendo mayor evidencia de un aumento de
importancia en el gasto doméstico en investigación y desarrollo (I&D), o buscando
fortalecer el Sistema Innovativo Nacional a través de vínculos más profundos con el
aparato universitario, con los laboratorios públicos de investigación, con las firmas
domésticas de ingeniería.
La realidad actual muestra que una parte (reducida) de la sociedad -digamos, entre 30 y
40% del total- ha conseguido una transición satisfactoria a los artefactos e
instituciones de la modernidad, y vive mejor que en el pasado. Gran parte de la nueva
riqueza generada por la apertura comercial externa y por la desregulación de los mercados
se ha concentrado en ámbitos restringidos de la sociedad y en sectores particulares de la
estructura productiva, pudiéndose decir que ello no alcanza para que, globalmente, la
sociedad argentina como un todo se haya beneficiado de la transición a un modelo más
abierto y desregulado de funcionamiento de la actividad productiva. Seguimos siendo un
país en el que los núcleos de modernidad no llegan a ocultar la enorme lista de
carencias y formas de inequidad que reclaman ser enfrentadas a futuro.
En nuestra opinión, el Talón de Aquiles de la Argentina contemporánea debe buscarse en
el bajo nivel de productividad factorial que alcanzan amplios segmentos de nuestro aparato
productivo, y en el hecho de que el ritmo de cambio tecnológico que la economía en su
conjunto incorpora año tras año no es suficiente, ni está adecuadamente distribuido
-entre regiones, tipos de empresas, ramas de actividad- como para permitir que el país en
su conjunto vaya convergiendo a la productividad media de los países
desarrollados.
Es sólo a través del gradual cierre de la brecha de productividad entre firmas, regiones
y ramas de actividad, y de un fuerte incremento en la capacidad de producir y exportar
bienes y servicios con más alto valor agregado doméstico, que la Argentina estará en
condiciones de otorgar a sus ciudadanos salarios de país desarrollado y niveles de
bienestar más cercanos a los que disfruta en la actualidad el ciudadano promedio de los
países avanzados.
Además de involucrar el aumento del producto per cápita, el desarrollo de una sociedad
involucra cambios de su estructura productiva, la creación de instituciones, la
construcción de mercados y de nuevas capacidades tecnológicas en la sociedad, así como
la gradual conformación de una trama país-y-lugar-especifica de
vínculos y hábitos de interacción entre empresas, consumidores, agencias
gubernamentales y una vasta gama de otras organizaciones -muchas de las cuales no
necesariamente operan en base a reglas de mercado- como son las universidades, los
sindicatos, las autoridades municipales, los colegios profesionales, y demás. La forma en
que dicha trama de actores construye sus patrones de comportamiento, sus formas de
vinculación, dan paso a muy distintos estilos de capitalismo en el mundo, con ritmos muy
diferentes de desempeño económico.
Sorprende, sin embargo, que pese a lo mucho que ha cambiado el país en años recientes en
lo que hace a estructura y comportamiento de su aparato productivo e institucional, es
verdaderamente poco lo que ha cambiado en materia de conducta innovativa y tecnológica y
en lo referido al papel subsidiario y marginal que cumple el Sistema Innovativo Nacional
como fuente del cambio tecnológico y del ritmo de modernización del
aparato productivo doméstico.
Por su parte, los sucesivos gobiernos siguen sin llegar a comprender la importancia
básica que tiene el poder diseñar e instrumentar una estrategia-país
de medio y largo plazo como es la que aplican hoy países tan distintos como Corea,
Taiwán, Singapur, Finlandia, Nueva Zelanda, Australia o Israel, que gastan entre 2,5 y 4%
del PIB en Investigación y Desarrollo y que han ido construyendo una
nueva institucionalidad público/privada para el manejo de la innovación y el cambio
tecnológico. En nuestra inmediata cercanía regional países como Chile y Brasil han
comprendido este hecho en el curso de los últimos años y avanzan resueltamente en este
sentido dejando atrás al endeble cuadro nacional en la materia.
Es difícil decir ex-ante qué es lo que habrá de funcionar y qué es lo
que no. El proceso de inducir mayor innovación, más asociatividad entre firmas, la
apertura de nuevas empresas de mayor contenido tecnológico y la búsqueda de nuevas
capacidades competitivas internacionales no obedece a un modelo único y predeterminado,
válido en cualquier país y circunstancia histórica. El éxito es quizás tan frecuente
como el fracaso, como nos muestran los ejemplos de Corea, Israel, Nueva Zelanda, Irlanda y
otros países. Pero sin lugar a dudas el rápido desarrollo de todos estos países en
años recientes ha involucrado la presencia de un Sector Público proactivo
ocupado en construir una institucionalidad más vibrante y proactiva en materia
tecnológica e innovativa. Se requiere de un alto grado de pragmatismo, ensayo y error y
experimentación.
Hay diferentes estilos de capitalismo en el mundo y cada país necesita encontrar el
camino que más cuadra con su idiosincrasia, su historia y sus ventajas comparativas. La
Argentina debe aún encontrar cuál es el estilo de capitalismo que más se acerca a sus
necesidades y posibilidades. Cómo construir capacidades productivas y
tecnológicas a futuro y cómo desarrollar una institucionalidad adecuada para la
innovación emergen en este momento como los grandes desafíos que reclaman respuesta si
deseamos conseguir más equidad y mejor inserción competitiva internacional. La tarea por
delante es grande y debemos evitar que la gran conflictualidad que al presente exhibe
nuestra sociedad nos oculte los verdaderos dilemas que debemos enfrentar.
(1)
Extracto del estudio de Jorge Katz, publicado en Boletín Informativo Techint, Nº 327,
Buenos Aires, septiembre-diciembre 2008. |
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