Sin lugar a
duda, la inversión en educación y tecnología es la clave para que el país pegue un
salto de calidad en estos procesos. El liderazgo en la búsqueda de un sendero de
desarrollo sustentable corresponde al Estado. Este debe recuperar su papel central en el
diseño de políticas de mediano y largo plazo, y también su capacidad de regulación, a
fin orientar positivamente las decisiones de los actores económicos y sociales, y su
interacción.
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Autor:
Dr. Humberto Ángel Gussoni
Presidente del CPCECABA |
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La Argentina debe
superar en forma definitiva las recurrentes crisis económicas y sociales de las últimas
décadas y reinsertarse en el mundo. Consolidar su capacidad científica y tecnológica es
un paso necesario para lograrlo.
El país atraviesa hoy un proceso de crecimiento económico como pocas veces se ha visto a
lo largo de su historia. Hay quienes se remontan cien años atrás para encontrar un
período similar al actual. Era cuando, de la mano del modelo agroexportador, la Argentina
supo abastecer una demanda mundial de alimentos incrementando su riqueza nacional. Las
premisas básicas de aquel modelo siguen intactas hoy en día. En el número anterior de Universo
Económico, precisamente contábamos el impacto del campo en la actual economía.
Por otra parte, los especialistas creen que la perspectiva del mercado de agronegocios en
la Argentina es muy favorable. El Sudeste Asiático crece muy fuerte a partir de un
mejoramiento en la calidad de su nivel de vida y esto hace que allí se consuman más
productos que el país está en condiciones de exportar. En la medida en que este
fenómeno se expanda, la situación será positiva.
Pero exportar alimentos en el siglo XXI requiere procesos y tecnologías que no existían
en el siglo XIX. No se trata solamente de vender granos y materias primas sin valor
agregado. El verdadero desafío de la Argentina está en incorporar conocimiento y
desarrollo a sus productos. La apuesta por la investigación y producción de
biocombustibles es un paso en ese sentido.
Sin lugar a duda, la inversión en educación y tecnología es la clave para que el país
pegue un salto de calidad en estos procesos. El liderazgo en la búsqueda de un sendero de
desarrollo sustentable corresponde al Estado. Este debe recuperar su papel central en el
diseño de políticas de mediano y largo plazo, y también su capacidad de regulación, a
fin orientar positivamente las decisiones de los actores económicos y sociales, y su
interacción. Los actores privados deben contar con los estímulos y la responsabilidad no
solamente de acompañar, sino además de brindar ideas. Un ejemplo de ello es el documento
elaborado en el marco del Observatorio Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación
Productiva (integrado por investigadores privados y de la Secretaría de Tecnología), el
que forma parte de las bases para el Plan Estratégico de Mediano Plazo en Ciencia,
Tecnología e Innovación del Ministerio de Educación.
Sus lineamientos tienen el propósito de sustentar una política de mediano y largo plazo
que fortalezca el sistema científico y tecnológico argentino permitiendo que el país
cuente así con una herramienta adecuada para alcanzar el escenario deseable, lo que
implica la ruptura de la tendencia declinante de las últimas décadas. Allí se
establecen cuatro metas para cumplir en la época del Bicentenario:
1) El número de investigadores y tecnólogos será equivalente a 3 por cada mil
integrantes de la Población Económica Activa (PEA).
b) La inversión total del país en Investigación y Desarrollo (I+D) será
equivalente al 1% del PBI.
c) La inversión privada en I+D aumentará hasta equiparar la inversión pública.
d) Las diecinueve provincias que hoy concentran alrededor del 20% de los recursos de I+D
duplicarán su participación en el total.
Una de las ventajas del crecimiento económico actual es que permite a los dirigentes
detenerse por un instante a pensar qué país forjar hacia el futuro. Cuando las crisis y
las volatilidades son moneda corriente como en los últimos 30 años, los gobernantes
están ocupados con cuestiones de más corto plazo. Por eso hoy hay consenso entre los
intelectuales en que el país tiene tiempo para pensar qué patrón de especialización
quiere la Argentina para adelante. Pero para ello hace falta invertir. Y mucho. El gasto
del país en investigación y desarrollo equivale solamente al 0,4% del PBI, y tres
cuartas partes son aportadas por el sector público. En los países desarrollados
generalmente es al revés.
La inversión en I+D se ha convertido en un tema central de las políticas públicas en
ciencia, tecnología e innovación. Tanto la teoría económica como el análisis
empírico señalan el papel fundamental de la I+D en el crecimiento económico. Se pone
énfasis en la existencia de una relación entre la conducta con respecto a la I+D y la
habilidad de los países, sectores y firmas para identificar, adaptar y desarrollar nuevas
tecnologías. El establecimiento de metas cuantitativas es algo así como una condición
necesaria para el logro del bienestar y la calidad de vida que la ciencia y la tecnología
modernas prometen a los ciudadanos.
La primera justificación formal de la necesidad de invertir en ciencia y tecnología
ocurrió a mediados de los años 40. Un documento asociaba el esfuerzo nacional en
investigación básica con el bienestar del pueblo norteamericano. Terminada la Segunda
Guerra Mundial, la inversión de los Estados Unidos en ciencia y tecnología no
disminuyó, sino que siguió aumentando con creces. Entre 1960 y 1990, la inversión total
en I+D de Estados Unidos (pública y privada) creció 250%, mientras que el financiamiento
de la investigación civil creció un 400%. En 1992 se duplicó el presupuesto de la
National Science Foundation. En 1994, el presidente Bill Clinton sugirió alcanzar la meta
del 3% del PBI como inversión nacional en I+D. La lógica del argumento en todos los
casos era la misma: si para mejorar la calidad de vida de las personas, la investigación
y el progreso en ciencia y tecnología son clave, entonces, cuanto más se invierta en
I+D, tanto mejor vivirán las personas.
Estados Unidos es la economía más grande del mundo y la mayor parte de los gobiernos
parece haber seguido su estrategia. La Unión Europea ha establecido recientemente la meta
del 3% del PBI como inversión deseable en I+D, y algunos países ya la han superado, si
bien la mayoría tiene serias dificultades para cumplir con la propuesta.
La inversión que la Argentina realiza en ciencia y tecnología es menor que la necesaria
para contar con un sistema que tenga la aptitud de dar respuesta a los desafíos que se
plantearán para el futuro. Es además inferior a la que le correspondería en relación
con su producto y su nivel cultural. Con 0,4% del PBI en 2003, no solamente es baja frente
al mundo desarrollado, sino aun frente a los países latinoamericanos. A su vez, en
América Latina, la inversión en I+D es considerablemente menor que la de los países de
la OCDE. El total de los recursos invertidos en I+D por los países de América Latina y
el Caribe en 2002 fue inferior al 2% del total mundial.
Quedar marginado de la educación a principios del siglo XXI significa quedar excluido no
solo de la sociedad argentina, sino de la posibilidad de integración en un mundo del
trabajo que exige competencias cada vez más complejas para poder participar. Todos los
análisis sobre las transformaciones productivas contemporáneas coinciden en señalar que
el conocimiento y la información constituyen actualmente el factor clave para explicar
los procesos de desarrollo económico. En las economías del siglo XXI, carecer de
educación implica estar condenado a la exclusión, a la marginalidad y a la pobreza. En
la medida en que el crecimiento económico argentino se apoye en la innovación
tecnológica de sus procesos de producción y se sitúe el trabajo digno como un elemento
central, será necesario disponer de una población universalmente preparada para
incorporarse a trabajos decentes.
La propuesta de educar para la productividad y el desarrollo supone mucho más que la
formación para el desempeño laboral de las personas y el crecimiento de un país. Esto
involucra también a los docentes en la tarea de enseñar en el ámbito escolar que el
trabajo es un valor que genera dignidad y sustentabilidad tanto para la sociedad como para
sus ciudadanos. También es necesario que la escuela asuma que aprender es un trabajo. El
proceso de aprendizaje debe estar rodeado de las características más inteligentes y más
humanas: creatividad, esfuerzo, equipo y solidaridad, curiosidad y experimentación,
responsabilidad por los resultados. Desde esta perspectiva, educar para la productividad
debería ser una de las formas a través de las cuales se promueva el desarrollo integral
de la personalidad. |
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