Hoy es una
verdad aceptada en el mundo académico y en otros ámbitos responsables que los malos
resultados de las políticas, las inversiones y hasta los contextos internacionales
adversos pueden dañar gravemente la capacidad institucional de un país. En nuestra
región sudamericana, esa opinión sobre las instituciones ha devenido en un manto
pesimista sobre la posibilidad de superar debilidades organizacionales.
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Autor:
Dr. Humberto Ángel Gussoni
Presidente del CPCECABA |
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El funcionamiento de
las instituciones y su influencia en los resultados del desarrollo y el bienestar han
pasado a ser en los últimos tiempos una preocupación central tanto en los círculos
internacionales de política como en los académicos, o en los sectores empresarios, como
en las ONG, que integran esa vasta red que ha dado en llamarse "la sociedad
civil".
Hoy podemos decir que la garantía del desarrollo económico y social está dada por la
calidad de las instituciones republicanas y democráticas. Los enunciados en la cúspide
del gobierno pueden ser correctos, pero, si no se ejecutan bien desde todos los niveles de
la administración y desde los diversos poderes del Estado, el resultado es magro y puede
ser hasta contraproducente, porque el no cumplimento de metas y la no observancia de
valores básicos degradan la convivencia social.
Desde el Consejo advertimos esta toma de conciencia, que habrá de traducirse en demanda
efectiva, puesto que va a exigir a las dirigencias de todos los partidos políticos y de
las entidades con intereses sectoriales que lo que todavía es una aspiración pase al
campo de las acciones concretas y mensurables.
Reflexionar sobre la calidad de las instituciones supone definir de qué instituciones y
de qué calidad hablamos. Obviamente, no nos referimos sólo a los organismos
gubernamentales ni excluyentemente a los que integran el área de responsabilidad directa
del Poder Ejecutivo Nacional, que es, por definición constitucional, un poder
unipersonal.
Estamos pensando, por ejemplo, en la administración de justicia. En la experiencia de
cualquier ciudadano, pasar por la justicia supone una suerte de pesadilla, que en ciertas
y lamentables circunstancias es inevitable y costosa en tiempo y recursos.
Sabemos que la reforma de la justicia, iniciada por jueces y funcionarios que merecen
respeto y apoyo, llevará años y deberá contar con un respaldo social muy amplio.
Es también reflexionar sobre la existencia de un Poder Legislativo cuyos miembros,
además de ser auténticos representantes de la decisión popular, respondan a principios
éticos y a un modelo de sociedad propuesto por el partido político que integran. Lo
contrario es, sencillamente, desconocer qué proyecto político estamos eligiendo cuando
se nos convoca a votar.
Fundamentalmente, es respetar escrupulosamente la división de los tres poderes
consagrados por la Constitución Nacional y sus atribuciones específicas.
Hoy es una verdad aceptada en el mundo académico y en otros ámbitos responsables que los
malos resultados de las políticas, las inversiones y hasta los contextos internacionales
adversos pueden dañar gravemente la capacidad institucional de un país. En nuestra
región sudamericana, esa opinión sobre las instituciones ha devenido en un manto
pesimista sobre la posibilidad de superar debilidades organizacionales. Los caminos
elegidos en determinada época significaron enormes costos y sufrimientos para la
población. Se pusieron en duda la validez del sistema democrático y el paradigma de una
economía con una participación eficiente del Estado.
La experiencia señala los peligros de concebir cambios institucionales sobre la base de
esquemas ideales o prácticas que hayan sucedido en otros países sin considerar los
requisitos institucionales necesarios del propio contexto donde se apliquen. Esto es lo
que ha ocurrido, por ejemplo, con la creación de sistemas de participación o inversión
privada en servicios públicos, sin una adecuada capacidad de regulación y control; con
la generación de organismos en el ámbito del Poder Judicial que exacerban la
politización en vez de prevenirla, con la descentralización de responsabilidades a los
gobiernos provinciales sin establecer formas genuinas de financiamiento ni crear los
incentivos adecuados para la disciplina fiscal. Inspirarse en modelos exitosos es un gran
estímulo y facilita la tarea de los políticos, pero solamente en la medida en que puedan
ser asimilados por el país, es decir, cuando se adapten a su cultura, además de las
formas de administración de los recursos y la generación de riqueza.
La reforma institucional es algo más que un cambio técnico, mediante el cual algunas
reglas se sustituyen por otras. Es necesario actuar por medio de procesos graduales, en
los que los antiguos conceptos, prejuicios e intereses pierdan peso progresivamente y sean
reemplazados por otros mejores. Lo único que es común a todas las experiencias es que
estos procesos deben desarrollarse con el tiempo.
Las instituciones no aseguran el desarrollo económico, pero se ha visto que crecimiento
sin instituciones tampoco da resultado. Por eso decimos que son una garantía, pero en
modo alguno una condición excluyente. Se requieren políticas acertadas que promuevan la
inversión y el empleo como otra condición básica.
Las políticas y las instituciones son inseparables y deben considerarse de forma
conjunta. Es necesario poner a prueba el diseño de los programas en el marco
institucional en el cual van a operar y dejar margen para adaptarlos a ese marco, aunque
eso lleve al cuestionamiento de algunos aspectos de su diseño inicial. Aquello de
argumentar que las reformas eran buenas ideas, pero que fallaron porque no pudieron
ponerse en práctica suena ilógico porque, si las medidas no eran viables, probablemente
no hayan sido buenas ideas. Sobran ejemplos de ello en el país.
El cuidado de la calidad institucional y el debate por las instituciones pueden sonar como
algo demasiado abstracto en un país donde, al menos, todavía un tercio de la población
tiene problemas de pobreza e indigencia. Puede ser un tema que la mayoría de las personas
considere "ajeno" a sus intereses cuando su preocupación es el cuidado del
empleo o de su seguridad.
Sin embargo, es responsabilidad de los dirigentes políticos, empresarios, académicos y
líderes sociales estar a la altura de las circunstancias, respetar sin claudicaciones el
marco institucional y legal imperante, y saber llevar la discusión por los canales y los
métodos que brinden mejoras concretas a la población. |
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