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Hoy,
en Afganistán, habrá nacido una niña. Su madre la llevará en brazos y la alimentará,
la consolará y cuidará de ella, como hacen las madres en cualquier lugar del mundo. En
estos actos esenciales de su naturaleza, la humanidad no conoce división alguna. Pero
hoy, ser una niña recién nacida en Afganistán significa empezar a vivir a siglos de
distancia de la prosperidad que ha conseguido una pequeña parte de la humanidad. Es vivir
en condiciones que muchos de los aquí reunidos consideraríamos inhumanas.
Digo una niña de Afganistán, pero igualmente habría podido mencionar a un niño o niña
de Sierra Leona. Hoy nadie ignora la división existente entre los ricos y los pobres del
mundo. Nadie puede decir que no conoce el precio que pagan por esta división los pobres y
los desposeídos, que tienen los mismos derechos que cualquiera de nosotros a la dignidad
humana, las libertades fundamentales, la seguridad, la alimentación y la educación. Sin
embargo, este precio no lo pagan ellos solamente: en último término lo pagamos todos
nosotros, el Norte y el Sur, los ricos y los pobres, los hombres y las mujeres de todas
las razas y religiones.
Las fronteras reales de hoy no separan a naciones, sino al poderoso del desvalido, al
libre del esclavizado, al privilegiado del humillado. Hoy no hay muros que puedan crear
una división entre las crisis humanitarias o de los derechos humanos en una parte del
mundo y las crisis de la seguridad nacional en otra.
Los científicos nos dicen que el mundo de la naturaleza es tan pequeño e
interdependiente que una mariposa que agite las alas en la selva amazónica puede provocar
una violenta tempestad en el otro hemisferio. Este es el llamado efecto mariposa.
Actualmente nos percatamos, quizás más que nunca, de que el mundo de la actividad humana
también tiene, para bien o para mal, su propio efecto mariposa.
Hemos entrado en el tercer milenio cruzando un umbral de fuego. Si hoy, después del
horror del 11 de septiembre, posamos la vista en un horizonte más claro y más lejano,
comprenderemos que la humanidad es indivisible. Las nuevas amenazas no distinguen entre
razas, naciones o regiones. Todos somos conscientes de una nueva sensación de
inseguridad, independiente de la riqueza o la condición social. Todos nosotros, jóvenes
y viejos, somos más conscientes de los vínculos que nos unen, en el dolor o en la
prosperidad.
En los albores del siglo XXI -siglo que ha perdido violentamente toda esperanza en un
progreso inevitable hacia la paz y la prosperidad mundiales- no es posible seguir
ignorando esta nueva realidad: hay que hacerle frente.
El siglo XX ha sido quizá el más mortífero de la historia de la humanidad, devastado
por innumerables conflictos, sufrimientos indecibles y crímenes inimaginables. Una y otra
vez un grupo o una nación ha infligido violencias extremas a otro, a menudo movido por
sentimientos irracionales de odio y suspicacia, o por una arrogancia y una sed de poder y
recursos sin límites. En respuesta a estos cataclismos, a mediados del siglo los
dirigentes del mundo se congregaron para unir a las naciones como nunca lo habían estado
antes.
Se creó un foro, las Naciones Unidas, donde los países podían aunar sus esfuerzos para
afirmar la dignidad y el valor de toda persona y asegurar la paz y el desarrollo de todos
los pueblos. Aquí los Estados pueden coaligarse para reforzar el imperio de la ley,
reconocer las necesidades de los pobres y tratar de satisfacerlas, poner coto a la
brutalidad y la codicia del ser humano, conservar los recursos y las bellezas de la
naturaleza, defender la igualdad de derechos de hombres y mujeres y proveer a la seguridad
de las generaciones futuras.
Así pues, del siglo XX hemos heredado los instrumentos políticos, científicos y
técnicos que nos darán la posibilidad de vencer la pobreza, la ignorancia y la
enfermedad, pero sólo si tenemos la voluntad de utilizarlos.
Yo creo que en el siglo XXI la misión de las Naciones Unidas vendrá definida por una
conciencia nueva y más profunda de la santidad y la dignidad de cada vida humana,
independientemente de la raza o la religión. Para ello, tendremos que proyectarnos más
allá del marco de los Estados, por debajo de la superficie de las naciones o las
comunidades. Hemos de concentrarnos más que nunca en mejorar la situación de los hombres
y las mujeres, cada uno de los cuales confiere al Estado o a la Nación su riqueza y sus
características. Hemos de empezar por la niña afgana y darnos cuenta de que salvar su
vida es también salvar a la humanidad. En los cinco últimos años, he recordado a menudo
que la Carta de las Naciones Unidas empieza con las palabras Nosotros los pueblos.
Lo que no siempre se reconoce es que nosotros los pueblos estamos
compuestos de personas cuyo título a los derechos más fundamentales se ha sacrificado
muchas veces en aras de supuestos intereses del Estado o de la Nación.
Los genocidios empiezan dando muerte a un hombre, no por lo que ha hecho sino por lo que
es. Las campañas de limpieza étnica empiezan con el enfrentamiento entre vecinos. La
pobreza comienza cuando se niega a un solo niño o niña su derecho fundamental a la
educación. Se empieza dejando de defender la dignidad de una sola vida y con frecuencia
se termina con una catástrofe que asola a naciones enteras.
En este nuevo siglo, hemos de comprender ante todo que la paz no pertenece solamente a los
Estados o a los pueblos, sino a todos y cada uno de los miembros de estas comunidades. Ya
no es posible aducir la soberanía de los Estados como pretexto para cometer graves
violaciones a los derechos humanos. Hay que hacer que la paz sea un hecho real y tangible
en la existencia cotidiana de cada persona necesitada. Hay que buscar la paz, sobre todo,
porque es la condición necesaria para que cada miembro de la familia humana pueda vivir
una vida digna y segura.
Los derechos del individuo no son menos importantes para los inmigrantes y las minorías
de Europa y América que para las mujeres de Afganistán o los niños de Africa. Son tan
fundamentales para los pobres como para los ricos. Son tan necesarios para la seguridad
del mundo desarrollado como para la del mundo en desarrollo.
De esta visión del papel de las Naciones Unidas en el próximo siglo se desprenden tres
prioridades esenciales para el futuro: eliminar la pobreza, prevenir los conflictos y
promover la democracia. Sólo en un mundo liberado de la pobreza podrán los hombres y las
mujeres realizar al máximo su potencial. Sólo cuando se respeten los derechos
individuales podrán encauzarse políticamente las diferencias, y resolverse
pacíficamente. Sólo en un entorno democrático, asentado en el respeto de la diversidad
y el diálogo, podrá garantizarse el derecho del individuo a la propia expresión y al
autogobierno y defenderse la libertad de asociación.
A lo largo de mi mandato como secretario general he tratado de colocar al ser humano en el
centro de todo lo que hacemos, desde la prevención de los conflictos hasta los derechos
humanos y el desarrollo. Conseguir una mejora real y duradera de las vidas de hombres y
mujeres es la suma y compendio de todas nuestras actividades en las Naciones Unidas.
Es con este espíritu que acepto humildemente el Premio Nobel de la Paz del Centenario.
Hoy, hace cuarenta años, en 1961, se concedió por primera vez este premio a un
secretario general de las Naciones Unidas, a título póstumo, puesto que Dag
Hammarskjöld ya había dado su vida por la paz en Africa Central. Y en un día como
éste, también en 1960, se concedió este premio por primera vez a un africano, Albert
Luthuli, uno de los primeros líderes de la lucha contra el apartheid en
Sudáfrica. Para mí, joven africano que empezaría su carrera en las Naciones Unidas unos
meses después, estos dos hombres fueron un ejemplo que he tratado de emular toda mi vida.
Este premio no me pertenece en exclusiva. No estoy solo. En nombre de mis colegas de todas
las dependencias de las Naciones Unidas, en todos los rincones del mundo, que han
consagrado su vida a la causa de la paz, y muchas veces, la han arriesgado o la han
perdido, doy las gracias a los miembros del Comité Nobel por tan señalado honor. Mi
propia vida de servicio a las Naciones Unidas fue posible por el sacrificio y la
dedicación de mi familia y de muchos amigos de todos los continentes -algunos de los
cuales ya no están entre nosotros- que fueron mis maestros y mis guías. A ellos quiero
expresar aquí mi más profunda gratitud.
En un mundo en el que abundan las armas de guerra, y con frecuencia las palabras de guerra
también, el Comité Nobel se ha convertido en un instrumento vital para la paz.
Tristemente, un premio a la paz es un acontecimiento poco frecuente en este mundo. La
mayoría de las naciones han alzado monumentos a la guerra, conmemoraciones en bronce de
heroicas batallas, arcos de triunfo. Para la paz no hay desfiles, no hay panteones de
vencedores.
Lo que sí hay es un Premio Nobel, una afirmación de esperanza y valentía, de resonancia
y autoridad únicas. Sólo entendiendo las necesidades de paz, dignidad y seguridad de las
personas, y tratando de satisfacerlas, podremos esperar, nosotros, los de las Naciones
Unidas, estar a la altura del honor que se nos hace hoy y cumplir la visión de nuestros
padres fundadores. Esta es la vasta misión de paz que llevan a cabo cada día los
funcionarios de las Naciones Unidas en todo el mundo.
La idea de que un solo pueblo está en posesión de la verdad, de que hay una sola
respuesta a los males del mundo, o una sola solución a las necesidades de la humanidad,
ha causado daños sin fin a lo largo de la historia, y especialmente en el pasado siglo.
Sin embargo en el día de hoy, incluso con los persistentes conflictos étnicos que se
registran en todo el mundo, existe una comprensión creciente del hecho de que la
diversidad ahumana es tanto una realidad que hace necesario el diálogo, como el
fundamento mismo de este diálogo.
Hoy entendemos más que nunca, que cada uno de nosotros es plenamente merecedor del
respeto y la dignidad que son esenciales para nuestra común humanidad. Reconocemos que
somos el producto de muchas culturas, tradiciones y memorias, que la tolerancia nos
permite estudiar otras culturas y aprender de ellas, y que la mezcla de lo ajeno con lo
familiar nos da fuerzas renovadas.
En todas las grandes creencias y tradiciones encontramos los valores de la tolerancia y la
comprensión mutua. Por ejemplo, en palabras del Corán: Os hemos creado a partir
de un varón y una hembra: os hemos constituido formando pueblos y tribus para que os
conozcáis . Confucio exhortaba así a sus seguidores: Cuando el Estado va por el buen
camino, hablad audazmente y actuad audazmente. Cuando el Estado ha perdido el camino,
actuad audazmente y hablad quedamente. En la tradición judía, el precepto de
ama a tu prójimo como a ti mismo, se considera la esencia misma de la Torá.
Este pensamiento se recoge también en los Evangelios, que nos enseñan a amar a nuestros
enemigos y a rogar por nuestros perseguidores. Los hindúes aprenden que la verdad
es una sola, y el sabio le da muchos nombres. Y la tradición budista exhorta al
individuo a actuar con compasión en cada circunstancia de la vida.
Cada uno de nosotros tiene derechos a enorgullecerse de sus creencias o de sus orígenes,
pero la idea de que lo nuestro está necesariamente en conflicto con lo de los demás es a
la vez falsa y peligrosa. Esta idea ha dado lugar a interminables enfrentamientos y
conflictos, y ha incitado a los hombres a cometer los crímenes más aborrecibles en
nombre de una autoridad superior. Esto no es necesariamente así. En casi todos los
lugares del mundo conviven personas de diferentes religiones y culturas, y la mayoría de
nosotros poseemos identidades coincidentes con las de grupos muy distintos. Nosotros podemos
amar lo que somos sin odiar lo que no somos, o a quienes no somos. Podemos enriquecernos
con nuestra tradición al tiempo que aprendemos de otros y llegamos a respetar sus
enseñanzas.
Con todo, esto no sería posible sin las libertades de religión, expresión o
asociación, tampoco sin la igualdad básica ante la ley. En efecto, la lección que nos
da el pasado siglo es que cuando la dignidad del individuo se ha visto hollada o amenazada
-cuando los ciudadanos no han gozado del derecho básico a elegir su gobierno, o a
cambiarlo periódicamente- las más de las veces se ha producido un conflicto cuyo precio
lo han pagado los civiles inocentes, con pérdida de vidas y destrucción de comunidades.
Los obstáculos que se oponen a la democracia tienen poco que ver con la cultura o la
religión, y mucho más con el deseo de los que detentan el poder de preservarlo a toda
costa. No se trata de un fenómeno nuevo, ni circunscripto a un lugar determinado.
Personas de todas las culturas aprecian su libertad de elección, y sienten la necesidad
de intervenir en las decisiones que afectan sus vidas. Las Naciones Unidas, que están
compuestas de casi todos los Estados del mundo, tienen su fundamento en el principio de
igual valor de todos los seres humanos. Es lo más próximo que tenemos a una institución
representativa que pueda ocuparse de los intereses de todos los Estados y pueblos.
Mediante este instrumento universal e indispensable del progreso humano, los Estados
pueden atender a las necesidades de sus ciudadanos reconociendo intereses comunes y
concertándose para satisfacerlos. No cabe duda de que ésta es la razón de que el
Comité Nobel haya dicho que deseaba, en este año del centenario, proclamar que
la única vía negociable hacia la paz y la cooperación mundiales pasa por las Naciones
Unidas.
Yo creo que el Comité ha reconocido también, que en esta época caracterizada por los
desafíos a escala mundial, la cooperación global es la única opción posible. Los
Estados que socavan el imperio de la ley y violan los derechos de sus ciudadanos se
convierten en una amenaza no sólo para sus propias poblaciones sino también para sus
vecinos, e incluso para el mundo entero. Lo que necesitamos hoy son gobiernos mejores,
gobiernos legítimos y democráticos que dejen florecer a cada individuo y permitan
progresar a cada Estado por medio de la cooperación.
Empecé esta intervención hablando de una niña nacida hoy en Afganistán. Aunque la
madre de esta niña hará todo lo que pueda por protegerla y sustentarla, hay una
probabilidad contra cuatro de que no llegue a cumplir cinco años. Lo que le ocurra a esta
niña será solamente una prueba de nuestra humanidad común, de que creemos en nuestra
responsabilidad individual hacia nuestros semejantes. Pero es la única prueba válida.
Recuerden ustedes a esta niña y nuestros objetivos más vastos -combatir la pobreza,
prevenir los conflictos o curar la enfermedad- no parecerán distantes ni imposibles. Es
más, parecerán muy próximos y muy asequibles, y es así como debe ser. Porque debajo de
la superficie de los Estados y las naciones, las ideas y los idiomas, está el destino de
los seres humanos necesitados; atender a sus necesidades será la misión de las Naciones
Unidas en el siglo que comienza.
(1)
Artículo elaborado sobre la base del discurso pronunciado por Kofi Annan, Secretario
General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 2001 en Oslo, al recibir el Premio
Nobel de la Paz 2001; publicado en “Archivos del Presente”, año 7, Nº 26,
cuarto trimestre de 2001. |