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Nación y globalización
El paso de la historia, salvo algunas coyunturas, ha sido y es lento. La aceleración de
cambios que la globalización ha aportado puede verse cual fantasma bifacético que, por
un lado, provee de cuanta información pueda recogerse en el amplio universo camuflado en
paisaje disuasor de la monotonía y, por el otro, ese mismo aluvión de informaciones
sorprendentes pero ajenas motiva distracción sin tiempo para fijar la memoria de la
propia experiencia que vincula generaciones e instituciones.
La enseñanza de la historia nacional que,
en algún lugar, podría operar en sentido contrario -de ser mostrada desde memorias
comunes y alimento de expectativas fundacionales-, sigue los caminos de la historia del
poder y las consabidas exclusiones del sujeto histórico americano. Empezando por los
habitantes originarios, a los que se despoja de continuidad (que en cambio estudian
etnógrafos y antropólogos o folkloristas, en otros niveles educativos). Luego está
España, con la espada y la cruz debajo del capote militar o la toga eclesiástica y la
perseverante presencia del criollo -que siempre es mestizo- y que incluye al gaucho malo y al bueno,
y al labriego rural que pervive en tradicional marginación, sólo recuperables a través
del ritual de música y canto. Siguen los inmigrantes de diversa procedencia que recién
hace unas décadas están permeando la costra de argentinos
generosos receptores de todo el mundo, para dejar paso a una historia más
genuina que da cuenta de una tradicional carencia de cohesión social entre los
argentinos. Tampoco se enseña cuáles son los pivotes de una sociedad, ni antes ni ahora.
De modo que la globalización se sobreimpone como mito vigente, prevaleciendo sobre las
prácticas productivas y la opinión pública, y deriva en estallidos xenófobos
descaminados frente a la impotencia generada por la desocupación. Quizás en algún lugar
opera como otro modo de soñar que ayude a vivir sin definiciones, que es mucho menos que
admitir que se trata de inundación de naciones periféricas
por las centrales, al decir de Mario Bunge.
El verdadero daño es que compromete los recursos interiores del ser humano -conceptos,
ideas, pensamientos, inteligencia-, nulifica su capacidad de reacción y de reconocimiento
de lo diverso que logra finalmente identificarse como experiencia. La palabra es el
instrumento del hombre pensante, como la política
es la clave de la vida comunitaria, el espacio donde se consuma la convivencia. Por eso el
retorno de la política es hoy la clave del futuro.
El regreso a lo propio
Es buen momento para volver a nuestro primer párrafo. Si repetimos que somos personas en
la medida en que la memoria marca nuestro progresivo autoconocimiento, la contrapartida de
la globalización de la sociedad abre horizontes de confusión.
Si admitimos que tanto las comunicaciones como las colonizaciones a todo nivel pueden ser
neutralizadas por la integración a un mundo cerrado y diverso, se abre la cuestión del
mejoramiento posible de las prácticas democráticas. “Criticar la democracia parece
haberse convertido, aunque el término no quiere ofender a nadie, en una industria
provechosa. Sólo obtiene audiencia quien argumenta o bien simplemente afirma que la
democracia no funciona, que está vacía...” A esto se suma la crítica a la
política y los políticos y una y otra vez queda al descubierto la utilización del poder
político para el ascenso social, aunque evidencian el manejo dudoso de obligaciones y
normativas partidarias pero, al fin, quedan como testaferros de bancas y especuladores.
La debilidad del estado de bienestar que
viene paliando la distancia entre los países más desarrollados y los que están
accediendo trabajosamente a una modernización, se hace cada vez más hiriente ante el
aumento de desocupados excluidos del sistema productivo y, en seguida, de la sociedad en
su conjunto.
Antes, hasta hace poco tiempo, tenían una designación que, al menos, los caracterizaba: países del Tercer Mundo. Ahora, aparecen bajo
abstracciones genéricas, como países donde el riesgo país
es inescrutable, la amenaza de défault es
constante y la designación simple y llana de mercados
parece más explícita y funcional y más expresiva de la desconfianza que estos países
generan, con lo cual se vuelve irreversible una situación circular. Por otra parte, al
interior de estas naciones, el funcionamiento de los Parlamentos, la seguridad interior y
exterior, la aceptación o beneplácito de organismos internacionales pasan a ser
instrumentados por acuerdos internacionales que, a poco andar, descubren su trato
inequitativo.
Al mismo tiempo, ante la vista de la opinión internacional, pública y privada, llueven
evidencias de corrupción de la que ninguna nación queda exenta, ligadas a inversiones
millonarias, privatizaciones irregulares, fusiones de capital desautorizadas, ingreso del
narcotráfico o mercado de armas, en una delirante secuela de corrupción. La tan mentada transparencia parece más una burla que una
esperanza. Es más fácil enunciar este estado de cosas que encontrar soluciones. Pero en
la misma descripción queda la evidencia: si la eliminación de la lucha de clases es
reemplazada por un diálogo y un intento de cooperación, la clave pasa a manos de la
política, la cooperación y la construcción social superadora. El sufragio universal, el
estado de bienestar, las condiciones justas de trabajo son valores que presiden el siglo y
se debe poder contar con ellos para emprender nuevos desafíos.
Y, aunque resulte contradictorio con lo expresado anteriormente, lo cierto es que de la
confrontación entre aspiraciones e intereses surgen iniciativas depuradoras -para
llamarlas de algún modo-, antecedentes de acciones y reacciones que son memoria de
nuestros pasados respectivos. Sin ingenuidades ni aspavientos, se descorren telones de
nuestros escenarios históricos y, sin nuevos bautismos, encontramos viejas pasividades
que turbaron los vínculos con el trabajo honesto y el respeto justiciero. Esta vez, la
memoria del autoconocimiento atraviesa la individualidad y considera a la sociedad
nuestra, la Nación, situada en su lugar y destino americano. Y es aquí, cuando las
perspectivas actuales se abren a la esperanza, a pesar de la gravitación de cuanto hemos
señalado, tomando al mismo tiempo las mejores condiciones que esa denostada
globalización provoca en la medida en que puedan arbitrarse reacciones favorables.
La perspectiva del Mercosur
Desde la firma del acuerdo entre la Argentina y Brasil, por los presidentes Alfonsín y
Sarney respectivamente, la creación del Mercosur vino a corresponder con posibilidades
que estuvieron presentes siempre -desde la historia más lejana y a pesar de la más
patética confrontación- y que fueron confirmándose con decidida participación, aunque
hubo y habrá oscilaciones. El mérito esencial de esta perspectiva está en el horizonte
de concurrencia que cada cual comparte en la medida en que se lo piensa como posible y
encuentra vías para alcanzarlo. Los filósofos de la cultura decimonónica emplearon una
dicotomía expresiva para designar adelantos concretos (materiales) como civilización, mientras que los referidos a
comportamientos y valores fueron cultura. Quizás el vocablo multiculturalismo
que se adscribe en general al neoliberalismo exhibe hoy esa dicotomía. Pero no nos
apuremos a poner nombres.
Admitamos sí que la globalización actual, como la venimos conociendo, es una presencia
que avasalla, confunde, conforma ese globo que, sin metáfora, se desentiende de la
realidad sobre la cual opera en función de sus metas, más cercanas al beneficio del
mercado que al de las naciones.
El Mercosur -por su parte- repone, reinstala algo que dejó de ser porque obedeció
dictámenes elaborados en esferas de poder extrañas a la realidad americana, como fueron
las preceptivas de las cortes europeas, los Tratados que fijaron límites, las compras de
enormes territorios -como el Acre boliviano o la Guerra Tripartita con Paraguay-, en busca
del punto final por el debate de un espacio que la geografía y la historia dictaban como
corazón del espacio abierto a los ríos mesopotámicos y a la tierra americana.
El uso indiscreto del poder, las tribulaciones de los bravos que recorrieron y fijaron los
caminos de tierra, fueron elementos de juicio convocantes para la humanización del
espacio y para decidir formas de vida sin desmemorias y con esperanzas, para persistir,
construir, crecer.
El Mercosur -modelo predestinado por la geografía y la historia- reúne hoy a cuatro
países hermanos que recurren y se complacen en reconocer aquella identidad primera, de
formas de vida, de aspiraciones de independencia hoy más vivas que nunca. La unidad proveerá de las presuntas excelencias de
la globalización -sería absurdo negarlas- pero en la medida en que respete y reconozca
nuestra existencia y nuestra modalidad genuina y diversa al mismo tiempo, la que nos
confirma como sujetos.
Por nuestra parte, mirándonos desde dentro, nos veremos mejor y haremos más viables
nuestras necesidades objetivas. Entremedio, la memoria de trabajos comunes y arrojos sin
cuento, volverá a dotar de seguridades nuestra posibilidad.
Usemos, pues, todos los elementos de juicio que marcan la idoneidad de la globalización
modernizadora, pero apliquemos las alternativas que mejoren nuestra integración al
mercado que la misma designación de Mercosur está enfatizando. Pero sepamos de qué se
trata y no tiremos por la borda lo que hasta aquí hemos conseguido en la guarda de
igualdad y justicia sin excluidos. El mejor conocimiento de nuestras trayectorias
procurará a estas cuatro naciones todos los argumentos necesarios para una conducta
persistente y apta. Es nuestra tarea pendiente -aun sin incluir el tema de esta última
globalización- y es seguramente el mejor camino para robustecer y dar sentido a nuestro
accionar. El tiempo de espera ha concluido y nos instalamos por fin en nuestro propio
territorio americano, con nuestros atributos y nuestras realizaciones, una vez que hemos
rechazado la codicia territorial y financiera, el egoísmo señorial imitado de las
glorias europeas y el desconocimiento del aborigen y sus evidentes capacidades para la
igualdad ciudadana.
La historia genuina es la gran catalizadora, los medios que aseguran la omnipotencia
globalizadora pueden ser incorporados en la medida en que impliquen el bienestar
requerido, que garantiza nuestra unidad cultural y nuestra negativa a ser violados. En
nosotros está la posibilidad de no asentir al maniqueísmo totalizador.
Será nuestra gesta, la que está pendiente desde la lucha por la independencia colonial. Y se trata de que abordemos la existencia como conciencia del
mundo, lo que equivale a sortear las cuestiones exclusivamente
cuantitativas cuando excluyen el mundo del intercambio cultural y simbólico, términos
que no pueden alcanzarse dentro de la historiografía tradicional ni de la clave
omnivalente del mercado.
(1)
Extracto del artículo de Hebe Clementi, publicado en "Encrucijadas UBA",
revista de la Universidad de Buenos Aires, año 2, Nº 17, marzo de 2002. |